Por José de María Romero Barea
Nada programáticos, los relatos del norteamericano John Cheever (Quincy, 1912- Ossining, 1982) poseen la profusión de detalles de lo aparentemente casual. Sus Cuentos (1978; Vintage International) generan sus propios significados mientras adquieren nueva vida en la mente de cada lector. Sus historias pertenecen al pasado, pero se mantienen vivas. Sus diarios son una muestra de vanidad, tan venenosa y miope como la de cualquier otro diarista. Sus cartas, por último, soportan las interminables tormentas de su relación con el mundo, involucradas en continuos combates psicológicos.
En la obra del Premio Pulitzer de 1979, rescatada en castellano por la editorial Literatura Random House, el final nunca es el fin: a la verdad se llega tras la relectura. El impulso jamás se ve obstaculizado por las dudas, los temores o las confusiones morales. La amenaza palidece bajo el barniz de la urbanidad, y el humor convierte la mezquindad en humo. Fragmentarias a pesar de su brevedad, algunos de sus relatos se encuentran entre los mejores de la literatura estadounidense. De su estilo, particularmente lúcido, se ocupa el poeta, periodista, traductor y escritor Carlos Pranger en el número 8 de la revista Tales.
“Vida y obra componen un rompecabezas de dimensiones venerables”, afirma el malagueño. Los diarios de Cheever registran luchas recurrentes para comprender el enigma de su propia personalidad, su vacío espiritual y su adicción. En ellos, la seducción se mezcla con la protección. Sostiene Pranger que “escribir es soportar la tensión neurótica de encontrarse entre dos tierras, la real y la imaginaria”. Uno no recurre al estadounidense para una discusión de los asuntos de la vida pública o la política, uno acude a él para encontrar los efectos de la política sobre la vida privada. En ese territorio involuto e ineludible, sus personajes se encuentran enredados entre la memoria personal y colectiva, una fuerza activa que limita y determina sus acciones. Explora el autor de Crónica de los Wapshot (National Book Award, 1957) los mitos que construimos a nuestro alrededor, así como la tensión que experimentamos al intentar liberarnos de ellos.
“Cheever escribe sobre las cosas que gravitan más cerca de nuestro dolor y de nuestra felicidad, ya sea el deseo, las agonías de Tántalo, el desasosiego de vivir o la búsqueda del ser en los ojos de un extraño”. Como todo alcohólico, el novelista de Falconer (1977) vivió la mitad del tiempo en este mundo, la otra mitad en su fantasía; es un autor que se define por oposición, en prolongada revuelta contra su país, su clase, pero, sobre todo, contra sí mismo: “La literatura es la única conciencia que poseemos”, escribe el norteamericano en uno de sus diarios, poco antes de fallecer, “su papel como conciencia debe informarnos de nuestra capacidad para comprender el espantoso peligro de la energía nuclear”. A medida que el absorbente artículo del licenciado en psicología por la Universidad de Granada se despliega, uno desarrolla cada vez más simpatía por su objeto de estudio, su impaciencia, su inflexibilidad, su predisposición a no aprender de la experiencia, su incompatibilidad con el progreso.