LA NOVELA
«–Tu abuelo fue un hombre discreto. Diciéndome eso, le había dado un lugar digno en el mundo de los muertos. Y también dentro de mí. Me despedí del amigo de mi abuelo. No volveríamos a vernos nunca más. En el verano de 2017, veintisiete años después de aquel providencial encuentro, decidí regresar a Alpujarra para escribir esta novela.»
Víctor Amela activa una poderosa máquina narrativa alimentada por recuerdos familiares y confesiones autobiográficas, impelida por una minuciosa indagación histórica y todos los recursos de ficción. El Amela novelista consigue verter la luz de la verdad poética sobre la penumbra legada por la revelación musitada por su abuelo. El resultado es una obra honda, emotiva, sincera, muy personal y de una finura ambiciosa y valiente.
“Yo pude salvar a Lorca”, más que una evocación del autor de Romancero gitano, es a la vez crónica histórica, reconstrucción ficcional e íntima biografía familiar: la poderosa y lograda novela de Víctor Amela es un valeroso ejercicio de memoria, individual y colectiva. Un ejercicio de memoria que quiere aportar conciencia desde el presente al pasado de una guerra vesánica cuya úlcera sigue supurante en todas las familias españolas: la sangre de Federico García Lorca cae sobre todos nosotros… y al autor le ha reclamado este relato.
«¿Morir era eso? ¿Bracear bajo un fluorescente en una camilla solitaria, boquear sin una mano cerca, sin saber que una hija y un nieto miran tras un cristal? Desde entonces, eso para mí la derrota. Eso es perder. Aunque hubiese ganado la guerra. Desde ese día me pregunté qué había que hacer para ganar la guerra de la vida y no morir así.»
Así comienza esta historia…
Una noche de 1970 en un piso del barrio de Trinidad Nueva en Barcelona, cuando un “abuelito” musita a su pequeño nieto: “Yo pude salvar a Lorca”, tras reconocer en el telediario (en “el parte”, como dice el anciano) a un amigo poeta, por entonces Académico de la Lengua y años después Premio Cervantes… El niño, de apenas once años, no se atreve a preguntar ni se atreverá con el correr de los años, sea por timidez, pudor, distancia o un infranqueable muro de silencio que alza en su torno el adusto, cauteloso y discreto abuelo.
Algo similar le ocurrirá al niño, ya convertido en muchacho, cuando su tío paterno le muestre la cicatriz de un balazo en el pecho. Una perforación limpia que se llevó, como regalo de 18 cumpleaños, del frente del Ebro en 1938, tras haber sido reclutado por la República con la desesperada remesa de jovencitos catalanes nacidos en 1920 que pasarían a la historia como “quinta del biberón”. Tampoco entonces el tímido adolescente osó preguntar. Quiso hacerlo cuándo ya su ocasión había pasado: el abuelito materno, que combatió con los nacionales, moría en 1990; y el tío paterno, que combatió con los republicanos, moría en 2005. Y aquel niño, de adulto, se verá condenado a preguntar, dominado por el síndrome de Perceval: vivirá ya de hacer preguntas como reconocido entrevistador, periodista y escritor barcelonés.
Esta máquina narrativa opera en tres tiempos: arranca en la Alpujarra, en el pueblo de Torvizcón, en agosto de 1936, cuando el que será su abuelo se oculta bajo la capa de excrementos del gallinero del humilde cortijo, para sortear la persecución de milicianos republicanos. El crimen del labriego analfabeto Manuel Bonilla no era sólo su apego a la religión, también actuaba como “pasador” en la Alpujarra, en el frente de Motril, en Granada, de personas en peligro en el bando republicano. Y, después, también en el sublevado…
«–Y le pidió a la mamá… ¿Será posible? –¿Qué le pidió? –Meter en el ataúd del abuelito… ¡un libro! –¿Qué libro? ¿Os lo dijo el tío Josep? –“Anita, es un libro de Granada”, “era de un amigo”, “romances de Lorca”… Y metió un libro en el ataúd del abuelito. Durante cincuenta años tuvo Josep Amela en el cajón de una cómoda de líneas onduladas un libro que bien pudo mostrarle a Manuel Bonilla. Pero hacer eso hubiese supuesto hablar de la guerra. Y por eso también, para atravesar y vencer ese silencio y los secretos, he decidido escribir esta novela.»
Son días revueltos en los que Manuel Bonilla no sólo aprenderá a leer con los versos del Romancero gitano –le enseñará un maestro republicano al que ocultará en un apartado cortijo de la sierra–, sino que también ayudará a salir de la sangrienta Granada -gobernada por el cruel comandante Valdés y sus criminales brigadas negras- a perseguidos en peligro de muerte: comunistas, republicanos o sospechosos de filiación izquierdista, porque el “pasador” alpujarreño habrá trabado amistad con un joven poeta granadino: Luis Rosales –¡el mismo al que 35 años más tarde reconocerá en un “Telediario” que verá junto a su nieto en Barcelona: “ése es mi amigo”!–, que ostenta el cargo de jefe de sector en la Falange y que valerosamente decide cobijar en su casa familiar al poeta Federico García Lorca, queridísimo amigo suyo, en aquellos días en que militares fanáticos incordian al gran poeta por su fama republicana.
Durante unos terroríficos días de agosto, tras la sublevación armada de julio, Luis Rosales y el “pasador” Manuel Bonilla se convencerán de que es imperativo llevar al autor del Romancero gitano a la Alpujarra roja. Pero la negativa del poeta de Fuente Vaqueros retrasa la operación: se niega a abandonar Granada, temeroso de que puedan tomarse represalia contra su familia, y creyéndose a salvo en la casa de tan destacados falangistas. Y así será como el poeta Luis Rosales y el analfabeto Manuel Bonilla se convertirían en derrotados: estarán en las filas de los vencedores, pero resultarán vencidos en su intento por salvar a Lorca, pues unas horas antes de su intento de sacarle de Granada durante la noche… Lorca será detenido a las cinco de la tarde por el derechista Ramón Ruiz Alonso, tipógrafo y ex diputado cedista.
Pero este es sólo un escenario histórico de esta arrolladora novela, ya que el nieto de aquel labriego de la Alpujarra, el nieto que aquí oficia de narrador –y que no es otro que Víctor Amela– alterna en ágil contrapunto la historia de su abuelo materno con la del joven catalán que un día será su tío paterno, Josep Amela, reclutado para combatir en el Ebro con “la quinta del biberón”: tras resultar herido en combate se alistará en Barcelona en el republicano Cuerpo de Carabineros, por lo que al final de la guerra acabará prisionero de los vencedores en el Penal del Puerto de Santa María, en Cádiz…, lugar siniestro al que será también destinado como carcelero Manuel Bonilla. Una coincidencia que sólo saldrá a la luz cuándo un adolescente -hoy el narrador-, durante la comida de Año Nuevo de 1980, se atreverá a formular una pregunta a su tío y a su abuelo… Y sus respuestas engendrarán esta novela…
«Estoy sentado entre los dos únicos hombres de mi familia que empuñaron un arma cuarenta y dos años antes, uno en cada bando de la misma guerra. Yo, entre Manuel Bonilla y Josep Amela, soy un chico de diecinueve años que nunca ha hecho preguntas. Y en este día haré una pregunta.»
Pero hay mucho más en “Yo pude salvar a Lorca”: Víctor Amela consigue trenzar -mediante veloces escenas de porte cinematográfico, logrados diálogos y certeras reflexiones- tres tiempos de una historia truncada, conmovedora y dolorosa. Uno, el cruel tiempo de la contienda; dos, el de la dura posguerra en el extrarradio barcelonés y en el exilio del campo de refugiados de Saint-Cyprien y en Colliure -con un fugaz encuentro con un agónico Antonio Machado-, y tres, la actualidad desde la que indaga y narra el nieto del hombre que pudo salvar a Lorca. El presente se condensa apuñalado del silencio de los derrotados, y ahí el autor se devana en componer alguna conclusión con los fragmentos de una memoria rota…
Y lo consigue en esta urdimbre que entrelaza historias paralelas y una paleta de secundarios inolvidables, algunos de ellos personajes de relevancia histórica: Luis Rosales, José Valdés, Ramón Ruiz Alonso, Emilia Llanos, gran amiga de Federico… o el desconsolado Agustín Penón (Barcelona, 1920-Costa Rica, 1976), el que fuera infatigable y malogrado primer gran investigador de la pasión y muerte de Federico García Lorca (nacionalizado norteamericano, las notas y hallazgos del investigador acabarían en la célebre “maleta de Penón” y muy desconocidos hasta hace poco). Y otros personajes son anónimos, pero no menos relevantes: el mismo tío Josep Amela o el sentimental y humanísimo anarcosindicalista del barrio de la Trinitat Progrés Pujol, desaparecido en el exilio francés, la pequeña Palmira de madre represaliada, el joven Manolillo “el comunista”, enterrador forzado de las infames cunetas de Víznar, ayudado por un medio gitanillo llamado Jacinto (y que al final de la novela reencontraremos muchos años después enseñado unos acordes de guitarra a alguien en Montreal…), o Justo Garrido, aquel maestro republicano oculto en un cortijo de La Alpujarra… y que en Colliure cruzará unas palabras con Machado.
Y sobre todo esto, emerge el impagable y afinado retrato del poeta de Fuente Vaqueros que la sugerente pluma de Amela alcanza, pues en sucesivas escenas reconstruyen laboriosa y refinadamente las actitudes, filosofía, recitados y poética de Federico, acudiendo a sus versos, declaraciones, cartas y testimonios hasta cuajar una rara magia: al lector le parece estar escuchando en estas páginas la mismísima voz de Federico García Lorca. Como en una ocasión le dijo a Amela el íntimo amigo de Lorca en la Resi, Pepín Bello: “¡Ah, la voz de Federico..! No ha existido voz igual… ¡Qué lástima me dáis todos los que no pudístes oírle! Federico, Federico…”. En las páginas de esta novela quizá podrá el lector percibir un eco…
Fragmentos
«Un hombre se esconde bajo excrementos de gallina. Así empieza esta novela. El hombre oculto bajo excrementos de gallina se llama Manuel Bonilla y será un día mi abuelo.»
«–¿Cómo se llama tu primo? –Federico. Siempre cantamos juntos ‘Los cuatro muleros’. Me dice mi primo Federico que canto muy bien, así que no te rías.»
«El comerciante Miguel Rosales tiende su mano al hacendado Federico García, casado con Vicenta Lorca y padre de cuatro hijos: Federico, Francisco, Concha e Isabel, entre los treintaiocho y los veinticinco años. Viven en el número 31 de la Acera del Casino, y en verano, como ahora, en la Huerta de San Vicente.»
«Granada es ahora un lugar mortal para todo sospechoso de republicanismo, de cosmopolitismo. Tiene que pensar. En su amigo Federico. Y en su familia. Los García Lorca son ricos, pero ninguno de ellos viste de azul. Mal asunto. Muchos granadinos se enfundan camisa azul para cubrir cualquier sombra de republicanismo. Luis Rosales se mira las mangas del flamante uniforme de Falange que ahora viste. ¡De algo tendrá que servir!»
«–Y te gusta la poesía –le dice Luis Rosales a Manuel Bonilla. –Me gusta, pero nunca pude estudiar. Y lo que nos distingue a los hombres de las bestias es la lectura.»
«–Hay miserables que aprovechan estos días para venganzas, y don Federico despierta envidias –responde doña Esperanza, guardando vendas y algodones.»
«Luis quiere proponerle a Federico sacarlo de Granada. La idea del ‘pasador’ Manuel Bonilla de acompañarlo a la Alpujarra roja le ha rondado todo el día.»
«–Me bañé desnudo en el Caribe, escuché nuestro cante jondo en un son criollo… Cuba es bacanal de carne y de risa. Cuba me enseñó lo que puede ser una existencia desenmascarada. Y recuerda siempre esto, divino Gerardito: privarse del espectáculo del mundo ¡es pecar contra la vida! ¿Quieres, Gerardo, que te cante al piano un son que allí unos mulatos me enseñaron?»
«José Valdés ha recibido a Ruiz Alonso sentado tras su escritorio, en el que campea un crucifijo de mesa, flanqueado por botellas de agua, vasos de vidrio, cucharillas de alpaca, un tarro de bicarbonato, ceniceros rebosantes de colillas y varias tazas manchadas de café.»
«–¿Llevas aquí dos meses?
–Y enterrados a muchos, ya perdí la cuenta.
Manolillo no es el único enterrador. Señala a siete hombres sentados alrededor de una mesa muy sencilla, de madera de pino, comiendo también en sus escudillas y hablando entre ellos pausadamente.»
«–Y en eso andamos: esta guerra va a ser un gigantesco ajuste de cuentas entre españoles, cuentas abiertas desde hace siglos.»
«Y acto seguido llegó su bala. Josep Amela era uno de los miles de infortunados chicos catalanes menores de edad que la República y la Generalitat enviaron a la guerra en la primavera de 1938. Chicos nacidos en el año 1920: “La quinta del biberón”, les bautizó la ministra anarquista Federica Montseny.»
|