La fragilidad del presente es un corolario ineludible de cualquier ficción ucrónica: basta con cambiar algún que otro suceso histórico para desplegar un presente alternativo ante el lector, y aprovecharlo para arrojar luces y sombras sobre el nuestro.
En el que plantea Ian McEwan en su última novela, los británicos han perdido la Guerra de las Malvinas, los Beatles han vuelto a unirse, el atentado contra Kennedy no ha tenido éxito y, sobre todo, Alan Turing, el padre de la Inteligencia Artificial, no ha muerto en los años cincuenta, sigue vivo y recibiendo los mayores reconocimientos. Con sus trabajos y su defensa del software libre, el desarrollo tecnológico y digital ha sido fulgurante, con resultados sorprendentes y efectos esperables: en los primeros ochenta del siglo pasado, momento en el que se desarrolla la acción, el silencio de los coches eléctricos y autónomos acolcha las calles, mientras que a los trabajadores, desplazados por robots, se les empieza a vender la implantación de un Subsidio Universal como solución. La cumbre provisional de esos avances la ocupan los veinticinco androides, Adanes y Evas perfectamente humanos, que acaban de ponerse a la venta.
El narrador, Charlie Friend, es un titulado en antropología y derecho, amante de la electrónica y la informática, que sobrevive realizando pequeñas transacciones bursátiles desde casa. Ciertos recursos heredados le han permitido ser uno de los afortunados propietarios de esas máquinas de aspecto y texturas familiares, cuyos circuitos les proporcionan unas capacidades de procesamiento y conectividad inéditas. Charlie ha decidido compartir, al cincuenta por ciento, la programación de los parámetros de carácter de su Adán con su vecina Miranda, por la que se siente secretamente atraído, forzando así un vínculo como progenitores de la criatura.
A partir de aquí empiezan a funcionar los retorcidos circuitos de McEwan, experto en proponer dilemas morales al lector de sus textos. Para su resolución cuenta, en este caso, con una máquina de lógica implacable, a prueba de laberintos éticos, con una integridad preestablecida que, sin embargo, podría verse interferida por la personalidad generada mediante los inputs de Charlie y Miranda. Para confirmar que de igual forma, y con similares consecuencias, se construye la personalidad de los humanos, McEwan introduce, en la vida de los protagonistas, la figura de un pequeño cuyos inputs han sido generados dentro una familia desestructurada.
La intriga y los conflictos los aportan al texto un exconvicto recién salido de la cárcel, el recuerdo de una violación, los trastornos asociados con infancia e inmigración y, por supuesto, la discusión sobre la capacidad de albergar sentimientos de un ente artificial. También aborda McEwan la naturaleza de la narrativa, recreadora de los problemas derivados de la incomprensión del otro: si estos desaparecen con la futura fusión de cerebro y máquina que Adán, con su capacidad de prospección, augura, ¿de qué se iba a ocupar esa nueva y anodina narrativa?
‘Máquinas como yo’ es, pues, una inquietante reflexión sobre lo esencial de la condición humana, de la mano de, quizás, el autor británico más respetado de su generación. Con ella nos acerca al abismo de nuestra mortalidad como especie y, en última instancia, nos muestra la perplejidad de una mente perfecta ante las flagrantes contradicciones del comportamiento humano.