Cuando el discurso tiene como origen no solo la inteligencia, sino también el corazón del que habla, el mensaje llega al lector de una manera más nítida, más humana: y eso, al fin, es cuanto pretende el autor y desea el buen lector. Se trata de que a éste se le trate con la consideración debida, con amistad y respeto, con sosiego y argumentos que validen todo aquello de la vida que nos confiere proximidad, entendimiento, y no palabrería innecesaria.
Es así que cuando el autor escribe, en el poema ‘Invierno’: “Es invierno/ La pálida nieve crece sin mácula/ sobre la sonámbula experiencia/del profundo reino de paradojas/ fundado por las larvas del escarabajo,/ mientras el septentrión pausadamente/ esculpe, a golpe de soledades,/ la faz de las cumbres…” Aquí demuestra, al tiempo de su vínculo sincero y limpio con la naturaleza, su vínculo con el sentido de amistad y trascendencia, alma de la sinergia que pretende le vincule con el lector –el que fuere- de un modo tan solidario como inequívoco. Esto es, le valora.
En todo tiempo la palabra ha de servir para descubrir y guardar, para pensar y vivir con una predisposición que habrá de ir, necesariamente, más allá de cualquier anecdotario pasajero, y sí para establecer la comunicación desde dentro, desde el que siente en su condición de igual, implicado sencillamente en la naturaleza. Y ello se confecciona a través del discurso del poeta, el que de verdad elabora belleza en lo que siente y la transmite a ese solitario que observa y, en ello, se observa. El discurso directo, humano, ha de ser implícito al paisaje exterior e interior: el uno lo piensa y el otro lo percibe y adopta según su parecer, pero la premisa ha de ser siempre la sencillez significativa; desde luego, lejos de ese comportamiento equívoco para sobrevivir, de esa máscara burladora, esto es, renegando de esa realidad que suponga: “Un día más sumido entre las máscaras/ que cordiales nos sostienen y se muestran/ en cada coyuntura de intensidades desiguales” Es decir: “Entre esas máscaras tratables/ o sin codiciarlo envilecidas,/ por complicidad acogedoras/ o con las tensiones bien fijadas/ para dar la cara a la intemperie”.
No, la razón para vivir ha de ser estrictamente constructiva, sin ambages, sin disimulos, para que así fluya ese vivir como concordia, como comprensión; sin ignorar el mal o lo desacorde, más con aceptación y un diálogo que comprenda y no excluya por falsos intereses. Muy atinadamente escribe Javier Velasco en el prólogo que estamos ante un autor que ‘examina e indaga en el alma humana, profundiza de manera certera en esos recovecos de la personalidad que no suele salir a la luz’.
El poeta, así, favorece la unión a los símbolos de la naturaleza y la significación de la realidad con esas palabras bien elegidas que propicien una concordia dialogante y crítica: el futuro nos espera. Ello a sabiendas de que “En el mes de las hojas terminales,/ deseos y utopías son rehenes/ de la ansiada y reveladora lluvia (…) En el mes de las hojas vencidas/ las hipótesis discurren turbias,/ con perfume de tierra distante/ y embebida,/ y entre los canchales se remugan llanas filosofías”.
Al fin, las nuestras, las cotidianas, las de cada cual, las de cada soledad.
Francisco J. Castañón: Equipaje sin lastre
Sociedad Española de Estudios Humanísticos (SEEHU), Madrid, 2019