Por José de María Romero Barea
Que las redes sociales se hayan convertido en una forma de control significa que ser libres es más necesario que nunca. Los lugares clave donde realizarnos son, siguen siendo, las bibliotecas, centros de incesante actividad cultural, plenos de ideas y creatividad. Hoy que tenemos la información al alcance de un clic necesitamos, más que nunca, detenernos. Frente al prejuicio gregario de la existencia en línea, hileras de libros, periódicos y revistas en papel a nuestra disposición en un sitio seguro, una comunidad de aprendizaje donde incluir, precisamente, a los grupos vulnerables que han quedado ago por culpa de la desigualdad.
“En los días previos a Internet”, nos recuerda el periodista británico Douglas Murray (1979), “las bibliotecas eran esenciales para la existencia: eran zonas creadoras de vida. Allí fue sin duda donde empecé a descubrir las respuestas a preguntas que me estaban surgiendo”. Necesitamos santuarios laicos donde acudir para conectarnos con otros lectores y conversar, lejos del aislamiento asistido. Frente a la cháchara global, se precisan oasis de silencio. Registrarse en ellas equivale a penetrar otras realidades, fomentar la resistencia frente al imperativo comercial, aumentar nuestros niveles de compromiso, contrarrestar noticias falsas, desoír discursos del odio.
“Agradezco a estas instituciones que me hayan hecho escritor”, reconoce el autor y comentarista político en su artículo “Life-creating libraries”, para la revista londinense Standpoint (junio de 2019). Contra el capitalismo de vigilancia, la gratuidad de lo público, la alfabetización que nos hace mejores. Entre anaqueles, una excusa para sentarnos a leer, tiempo para estudiar, oportunidad de encontrar recursos de aprendizaje, rodeados de personal al que pedir ayuda. En un mundo globalizado son la única conexión que tenemos con las organizaciones supranacionales y el gobierno local. Nos hacen falta para sortear las innumerables reglas y regulaciones que conforman nuestra burocracia.
Frente a la difusión de la propaganda supremacista o la mensajería islamófoba y antisemita, el amor por la literatura universal, en templos donde cultivarnos, acceder a colecciones de audio (“todas las grandes óperas, sinfonías, oratorios y cuartetos de cuerdas, con secciones separadas de música vocal e instrumental solista”) o incluso, por qué no, chatear. Hoy que el superávit económico controla nuestros pueblos y ciudades, sus repisas siguen ofreciendo un espacio neutral en torno al cual reunirnos. En una era en la que aislarse supone un riesgo, nada más procedente que la salud de lo popular.
En un contexto de cierres generalizados y recortes de personal, necesitamos más bibliotecas, reductos donde no se amenaza o se acosa, donde no se difunden bulos. Su importancia, sin embargo, no se limita a la literatura: suponen un ejercicio de equidad. “Jamás hubiera logrado conocer tantas obras de no haber podido tomarlas prestadas de forma gratuita”, concluye el editor de la revista The Spectator. Se impone defender estos centros comunitarios, refugios donde las personas, especialmente las que no tienen hogar o habitan ciudades superpobladas, pueden encontrar calor humano, asilos analógicos donde descansar del ajetreo digital.
Sevilla, 2019
Excelente artículo. La bibliotecas nos brindan información y conocimiento.