Por José de María Romero Barea
Los métodos del letraherido, que gusta de trazar paralelos directos entre el trauma personal y colectivo, o entre la psicología de los individuos y el carácter de las naciones, no son del gusto del economista, que tiende a enfatizar la particularidad de las circunstancias y la intrincada irrepetibilidad de los eventos. El autor que nos ocupa, sin embargo, traza en contrapunto los diversos problemas; discute, alerta no determinista, se abre a las texturas de la posibilidad: “Descubrimos que no necesitábamos un tema, que escribir podía ser una ruidosa forma de quedarnos callados; que escribir era dilatar la obligación inmediata de aportar algo al debate, de decir algo oportuno o inteligente”. Ahorra nuestro accidental profeta mandamientos, pero hemos sido advertidos. La idea potencial de su tratado es revelar dinámicas: inestabilidad y fragilidad, posibles colapsos. Consciente de que un tweet más es una nueva oportunidad perdida, se impone abandonar la propensión al eslogan y empezar a pensar.
Contrarresta el poeta y narrador chileno Alejandro Zambra (Santiago, 1975) motivos para el pesimismo, sabe ver los signos esperanzadores de abordar cuestiones específicas. La globalización del sentimiento que postula su colección de textos de ficción y no ficción Tema libre (Anagrama, 2019), independientemente de nuestra propensión al autoengaño, evidencia reductos, genera conciencias, postula interdependencias: “Dicen que los temas en la literatura son solamente tres o cuatro o cinco, pero quizás es solo uno: pertenecer”. Intenta el colaborador de Babelia, Revista Turia o Letras Libres desencajar el proceso de creación de las consabidas etiquetas neoliberales. A través de lo fraccionario, de lo estrictamente desregulado, propende al exceso que permite sistematizar lo que queda afuera: “De eso hablamos siempre”, concluye, “en serio y en broma, en verso y en prosa: de pertenecer”.
Libera el autor de Bonsái (2006) nuestras autodenominadas contrarrevoluciones, reduce o elimina el papel del creador, inflama escrituras: “El escritor es alguien que construye sentido juntando pedazos. Cortando, pegando y borrando”. Elimina regulaciones que se interpongan en el camino del debate dentro de los parámetros del neodigitalismo ilustrado, consciente de que los factores que sustentan la resiliencia son de utilidad limitada, como él reconoce, cuando se trata de los miedos a los que no nos enfrentamos: “Una frase es hoy, más que nunca, algo que puede ser borrado”. Aporta experiencias para hacer frente a los desafíos pan-globales, recurre a modelos internos para encontrar soluciones, se enfrenta al global agotamiento de recursos literarios. Frente a la muerte del libro, ¿estamos listos para participar en esta honesta autoevaluación? ¿Seremos capaces de aceptar la responsabilidad de lo no escrito?
Colapsa bajo sus propias contradicciones la re-evolución. En contraste con la emulación de una mentalidad abierta, una tendencia insensiblemente nativista, autodestructiva. La pregunta no es qué pensar, sino qué hacer. Basada en la contrición, una insular e inestable contingencia, en la que los sistemas, viene a concluir el poeta de Bahía Inútil (1998), son esencialmente irrelevantes, lubricantes del negocio real de producir y distribuir pensamiento: “Una persona es (…) una serie infinita de textos, ninguno de los cuales puede ser considerado el original”. No se resiste a participar en la autocensura de posponer: presiona, recuerda autocomplacencias que desembocan en frustración: “Mi lenguaje fingido es un lenguaje propio, una forma mía de hablar”. Frente a la cohesión, la disciplina reticente, la reflexión del anverso, el ethos inseguro de la polarización.
“Lo que escribo siempre busca la naturalidad de una conversación en que digo lo que diría si alguien me editara los balbuceos”. Un tono realista permite al cuentista de Mis documentos (2013) abordar preguntas complejas sobre arte, fe, moral y vida, de manera sencilla, sin pretensiones. A través de una serie de ráfagas estimulantes y a menudo divertidas, se compone un volumen que no se preocupa por los grandes nombres sino que responde las preguntas de un desprendimiento casual, “algo, cualquier cosa, no importa, no hay problema: tema libre”. Comparte el Premio Príncipe Claus 2013 nuestra posmoderna preocupación sobre las amenazas de la próxima desregulación, se enfrenta a las crisis, se refleja en la fragilidad de una democracia del intelecto, consciente de que “todos los libros son libros del desasosiego”. Explora los imperativos de asumir responsabilidades (sin chivos expiatorios), muestra voluntad de aprender y capacidad de comprometerse, a veces, de hecho, de tragar lo intragable. Lejos del lubricante de la neutralidad, transforma desregulaciones bajo su propia responsabilidad, crónica de los accidentes endémicos y desestabilizadores que nos desfiguran: la desigualdad del cambio, el estancamiento de las conclusiones.
Talsi, Letonia, 2019