Proponer una distopía que gire alrededor de las relaciones entre géneros y en la que se adjudique a la mujer el rol de mero objeto, es exponerse a una inevitable comparación con la obra de Margaret Atwood. Más aún desde que ‘El cuento de la criada’ ha ascendido a los cielos de la cultura popular tras su conversión en serie televisiva: otro icono para ese culto a cuyos ritos solitarios se entregan sus adeptos con fervor.
A pesar del peligro de ese careo, a la finlandesa Johanna Sinisalo no parece haberle temblado el pulso con su novela ‘El núcleo del sol’, pero, por si acaso, ha optado por la variante ucrónica para situarse en un tiempo presente solo distorsionado por cierta deriva que ha cambiado la historia de su país: aunque hace tiempo que algunos pensadores venían intentando definir la posición idónea de la mujer en la comunidad, será en los años cuarenta del siglo XX cuando la sociedad finlandesa se aísle en un sistema totalitario en el que, en aras de una eusistocracia donde prime la salud de sus miembros, la mujer se convierta en un ser sumiso al servicio de las necesidades del hombre.
Sinisalo intercala textos oficiales del régimen, de adiestramiento de las mujeres o históricos para explicar, de forma consistente, cómo es posible llegar a esa situación en la que la subespecie femenina queda dividida en femenimujeres y neutromujeres, o sus equivalentes coloquiales sacados de H.G. Wells: elois y morlocks. Las primeras son aquellas a las que, por su docilidad y actitud servil, se les permite procrear, realizándose así una selección que empezó como natural y pasó a convertirse en la base del sistema. Las segundas son los individuos fallidos que muestran tendencia a ser independientes y a los que no se les permite tener descendencia. Sinisalo redefine pues las herramientas de control, pasando de la acción sobre el embrión y el reflejo condicionado, esenciales en el mundo feliz de Huxley, a la simple criba genética.
La protagonista, Vanna, es precisamente una de esas morlocks, pero ha decidido camuflarse imitando a su hermana, una verdadera eloi. Su inclinación al disfrute de la capsaicina, droga prohibida presente en las guindillas, la ha convertido en una yonqui dispuesta a traficar y a colaborar con un grupo marginal que pretende la liberación del individuo, y de la sociedad después, a través de las propiedades alucinógenas de la droga. La referencia no es aquí al soma, ese néctar de la felicidad que se consume en la famosa distopía de Huxley, sino a la mescalina, cuyas cualidades psicodélicas publicitaba el autor británico en ‘Las puertas de la percepción’.
El impacto que conseguía Atwood con los uniformes de sus criadas no es ahora menor con la inquietante apariencia de barbies de las elois, siempre supeditadas a la consecución de su gran objetivo: lograr un marido en agria competencia con sus hermanas de clase. Las elois, como las criadas, pierden su nombre, y así como Defred mantiene la esperanza de encontrar a su hija y a su pareja, Vanna no se resigna a dar por muerta a su hermana, posible víctima de un violento marido. Estas alusiones a las obras de autores tan indiscutibles no deberían interpretarse, a pesar de todo, como parodia o préstamo, sino más bien como reconocimiento y, en todo caso, como un intento de síntesis un tanto forzado.
Pero, en definitiva, lo que corresponde a una distopía que se precie es hacer que el lector se pregunte: ¿cuánto de esto que me plantean es ya una realidad?, o ¿estamos abocados a ese futuro nefasto si no ponemos remedio? Esta historia, sin embargo, parece sugerirnos otra cuestión: ¿no es de ahí de donde venimos en realidad y a donde algunos quieren que regresemos?
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