No debería sorprendernos leer merecidamente asociados el nombre Luis Landero y el calificativo cervantino, no solo porque sus personajes se enfrentan a la realidad con las armas descabelladas que el desconcierto y la porfía proporcionan, sino también porque la escritura fluida de Landero aporta los matices de empatía que sus desencantados protagonistas merecen. Ellos son sus grandes creaciones: desde el Gregorio Olías/Faroni enredado en su impostura de su primera y premiada novela, ‘Juegos de la edad tardía’ (1989), hasta el amargado Hugo Bayo de la última, ‘La vida negociable’ (2017), pasando por los antagónicos Dámaso y Tomás de ‘Hoy Júpiter’ (2007), uno con su carga de odio y el otro de ilusiones.
En ‘Lluvia fina’ el protagonismo está más repartido: lo soportan una viuda, sus tres hijos y su nuera. Landero los quiere reunir, a pesar de sus frustraciones y heridas no cerradas, para celebrar el ochenta cumpleaños de la madre, figura sombría, rigurosa y exigente a la que sus dos hijas, Sonia y Andrea, culpan de haber truncado sus sueños, arrancándolas de la infancia para incorporarlas a la sórdida tarea del sustento familiar. Se quejan también del indulgente trato recibido por el hermano menor, Gabriel, que apuntala su aparente felicidad en un carácter estoico y una actitud escéptica, adquiridos en la adolescencia al descubrir, según sus propias palabras, que “la vida se resuelve siempre en un fracaso. Siempre, sin excepciones. Porque siempre, al final, todos envejecen, mueren y no cumplen sus sueños”.
La historia familiar nos va llegando, con ese tono de derrota, a través de las conversaciones que todos mantienen con Aurora, la mujer de Gabriel, paciente receptora de confidencias siempre dispuesta a suavizar los agravios que todos, sin excepción, acumulan y atesoran. Con ella comparten sus recuerdos discordantes, manipulados por una memoria tramposa con la connivencia del tiempo.
El relato del pasado así construido adopta por momentos apariencia de cuento moralizante, en parte por la distribución maniquea de los personajes: del lado oscuro, el del rencor, un infierno en el que también ardían personajes anteriores como Dámaso o Hugo Bayo, está la madre, pero también la descreída, solitaria y resentida Andrea, cuyas peroratas suenan a letras de ‘heavy metal’. En el reverso luminoso están Aurora, Gabriel y su padre, incansable y mítico contador de historias fantásticas. Esa aparente fábula para niños va adquiriendo aires de cuento cruel con la presencia morbosa de Horacio, pretendiente y posterior marido de una Sonia preadolescente, dueño escrupuloso de una valiosa colección de juguetes que vive rodeado de parafernalia infantil.
Traspasadas las fronteras de la adolescencia, el relato va definiendo cuánto de luz y cuánto de sombra hay de verdad en cada uno, resultando engañoso cualquier intento de simplificación, y convirtiendo la verdad en una quimera inalcanzable, o al menos sujeta a cuestionamiento por parte de los personajes y del propio lector.
Ya sabíamos, finalmente, que las familias desgraciadas lo son cada una a su manera, pero Landero aprovecha los sinsabores de esta para mostrarnos, como siempre de forma magistral, el poder torturante de las palabras, su peso imprevisto una vez quedan dichas y la imposibilidad de enterrar, de forma definitiva, los espectros del pasado.