La documentada vida de la liliputiense mexicana Lucía Zárate le sirve a Jordi Soler, también mexicano aunque de ascendencia catalana, como marco para su última novela, un texto que tiene como verdadero protagonista al ficticio representante de la artista, Cristino Lobatón. Ambos, vedet y agente, provienen del México más deprimido de finales del siglo XIX, y buscarán en su vecino norteamericano la manera de superar sus orígenes. “Lucía Zárate es el cuerpo eléctrico, la electricidad que transpira es lo que pone en movimiento esta historia”, afirma el narrador Soler de quien, con apenas medio metro de proporcionada humanidad, resulta ser “el generador de luz que alumbra la biografía del empresario”.
Pero ese ‘cuerpo eléctrico’ que da título al libro de Soler y a las memorias de Lobatón, es también la imagen elegida para representar un mundo en el que todo está conectado. Tomado de un poema de Whitman, el recurrente concepto pretende ser expresión de una mística de la naturaleza de raíz oriental que, en el siglo XIX, se apoyaba torpemente en el fluido universal y el magnetismo animal del mesmerismo, y que, en el XX, encontró sustento en la Hipótesis Gaia o en la Teoría del Caos. Así, bajo el influjo de un amigo frenólogo y de su herencia indígena, y aquejado del vértigo de la modernidad, el floreciente empresario se sentirá atraído por la forma de vida de los nativos que encontrará en su periplo americano.
Soler quiere hacer sentir al lector, a través de sus personajes, esa tensión entre el mundo primigenio y el industrial que avanza imparable, y en ningún lugar de forma tan implacable como en aquellos Estados Unidos de fin de siglo. Pero esa tensión fluye también entre el México subdesarrollado y la América racista en la que los protagonistas triunfan, o entre la compañía de freaks de la que forma parte Lucía y el público que acude a contemplarlos. Es, en todos los casos, una fuerza incontrolable de atracción-repulsión.
La triste realidad del ‘freak show’ queda patente en las duras condiciones de vida de una troupe que incluye, además de a otras pequeñas rarezas de la estirpe de Lucía, a una mujer hirsuta, un hombre elefante, una pareja de siameses unidos por la cintura o algún que otro gigante. Soler nos informa de sus biografías en un intento de evitar situar al lector como mero espectador de fenómenos de feria, pero sin despreciar el impacto de unas imágenes ya para siempre unidas a las del film de Tod Browning, o a las de los relatos de Flannery O’Connor.
De otra histórica liliputiense, la cubana Espiridiona Cenda, se ocupó su compatriota Antonio Orlando Rodríguez en ‘Chiquita’, la novela con la que obtuvo el Premio Alfaguara en 2008. Como el texto del mexicano, este también parte del hallazgo fortuito de una supuesta biografía incompleta cuyos huecos intenta rellenar el autor, con la ayuda de un testigo de primera mano en el caso de Rodríguez, y mediante una investigación casi detectivesca en el de Soler. Pero a partir de aquí las narraciones divergen: ‘Chiquita’ es una amena novela de aventuras con el abigarrado interior de un folletín decimonónico y la ligereza superficial de un relato oral, pero centrada en la figura de su protagonista, mientras que ‘El cuerpo eléctrico’ aspira a trascender el anecdotario exótico para apuntar a posibles simbolismos.
En la segunda parte de la novela, Lobatón, amparado en el negocio del espectáculo, aprovechará los continuos desplazamientos ferroviarios de costa a costa, para convertirse en un próspero traficante de opio en detrimento de sus actividades empresariales. Y ahí será donde intervenga el Soler investigador como personaje, un papel que, junto a la mezcla isiguientericable de realidad y ficción que propone, le aproxima, sin menoscabo alguno, a su compañero en la Orden del Finnegans, el paladín de la impostura literaria Vila-Matas.
Por Rafael Martín