Alguien que ha pasado (y pasa, ahora incluso como responsable de esa biblioteca mítica como es la de Buenos Aires), que ama los libros llegando a hablar de ellos con la fruición didáctica del profesor avezado, merece nuestro interés cada vez que de este tema de los libros se trate.
Y en este libro responde a las mejores expectativas que pudiéramos tener acerca de su contenido: una reflexión acerca del libro como entidad dialéctica, como compañía.
Ahora bien, quisiera reparar, sobre todo, en la alusión que Manguel nos ofrece hacia el origen de cuanto concierne al libro, siempre con pertinentes alusiones a la palabra, y la palabra desde lo sagrado, tal vez como buen judío que es. Esto es: he aquí que el principio y el dilema es la palabra. La creación y la palabra
Hay algo que me parece un desafío revelador: “Según las Escrituras, Dios no solo limitó el poder de nuestras palabras: también censuró todos nuestros poderes creativos. El segundo mandamiento del decálogo reza: No te harás imagen tallada, ni ninguna semejanza de cosa que este arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra” Y el razonamiento continúa como un extraordinario (¿lúdico?) enfrentamiento: “Hasta cierto punto, desde una perspectiva bíblica, la historia de la imaginación humana puede verse como la historia del debate sobre esta interdicción. ¿La creación es un empeño lícito al alcance de los humanos o estamos condenados a fracasar, ya que todo arte, puesto que es humano y no divino, lleva consigo su propio fracaso? Dios dice que es un Dios celoso: ¿también es un artista celoso?” Louis Ginzberg, al parecer ha resuelto el entredicho con un cierto sentido del humor: “Todo el mundo sabe que los artesanos de la misma cofradía (los creadores, para el caso) se odian entre sí”
El planteamiento teórico resulta de una sutileza encomiable, a mi entender, y extiende el milagro de la creación –creando discurso- más allá de las palabras. Por eso el autor del texto, acudiendo a su segunda obsesión conocida, Borges, cita unas palabras muy oportunas pronunciadas por el pastor Montmillon en la ceremonia de su entierro en Ginebra: “Borges era un hombre que buscaba sin cesar la palabra correcta, que resumiera la totalidad, el significado último de las cosas. (Ahora bien) como el Buen Libro nos enseña, un hombre jamás podrá alcanzar esa palabra por su propio esfuerzo. Como Juan dejó claro, no es el hombre quien descubre la palabra, sino la Palabra quien lo alcanza”
No obstante, el hombre curioso por excelencia, el creador a través de las palabras, el escritor, continúa, valiente, desafiando: ¿a Dios creador? ¿a sí propio para su condenación? Pero bien sea, bien sea la libertad creativa a sabiendas de que el tiempo de que disponemos para hacerlo, aun estandonos medido, no conocemos su medida.
Sí conocemos la exigencia de descubrir, de especular, de procurar belleza o armonía allí donde pensamos que no existe o que pudiera ser distinta a la que existe. Y una manifestación de ello son los libros. Esos que diseñan un paisaje propio, esos que nos acompañan y con nosotros discuten o armonizan, según el caso. Los mismos libros que, como causa propia –causas de vida- conviene tener cerca, escucharles, ordenar su ubicación para no perdernos en este raro otro arte que cultivamos, cada cual a su modo, que es el vivir.
Al fin, todo con palabras; nada sin palabras, sea el dios que fuere, quien fuere el que os desafíe o conmine. Este magnífico libro nos propone nueve digresiones más, pero todas aluden a lo mismo, a lo dicho acerca de los poderes y exigencias íntimas que el discurso de las palabras propicia en todo creador.
Qué curioso que ésta en la que hemos especialmente reparado sea la sexta, que, trasladándonos a los mandamientos de la santa madre Iglesia, haga alusión a la no comisión de los actos impuros. Qué curioso
Por Ricardo Martínez-Conde