Aunque la historia que recrea William Ospina en su última novela ha sido contada en múltiples ocasiones y ya forma parte del imaginario colectivo literario, no le preocupa al colombiano la coincidencia de intereses con otros autores, porque “cada quien busca algo tan personal en ella, que no existe el peligro de que estemos compitiendo por el mismo relato”. Y es que el autor de la trilogía de la Conquista no ha podido sustraerse al embrujo de aquellas noches y aquellas mentes que, a orillas del lago Lemán, engendraron simultáneamente dos de los mitos más conspicuos de la cultura moderna: el vampiro y el monstruo de Frankenstein.
La aproximación de Ospina es histórica, periodística, autobiográfica. Un relato de viajes, los suyos y los de sus personajes, y una búsqueda poética del sentido oculto tras la azarosa confluencia de condiciones que favorecieron el momento de la creación: fue necesaria una erupción volcánica en una isla de Indonesia para que el verano no llegara a Ginebra el año en que Clara Clairmont propició un encuentro memorable. En Villa Diodati coincidieron el demoníaco Byron y el angelical Shelley, su joven pareja Mary Godwin y Clara, su hermanastra, el médico del primero, Polidori, y, ocasionalmente, la condesa Anna Potocka y Matthew Lewis el autor de ‘El monje’, una de las novelas fundacionales del género gótico.
De las circunstancias que rodearon la noche fecunda nos informa Ospina, añadiendo su versión del conflicto que entre Byron y Polidori supuso la publicación de ‘El vampiro’. Pero también se entretiene en las biografías de sus personajes, recordándonos que los progenitores de Mary fueron el teórico anarquista William Godwin y la feminista y libertaria Mary Wollstonecraft, o que la muerte alcanzaría en breve y de forma trágica a los protagonistas masculinos del relato. Y como para crear una sensación de totalidad a través de una red de relaciones, Ospina se asoma a algunas ramificaciones de la historia para encontrar a Lewis Carroll fotografiando a los sobrinos prerrafaelitas de Polidori; a Milton alojándose supuestamente en Villa Diodati, o a Henry James convirtiendo a Clara Clairmont en personaje de ‘Los papeles de Aspern’.
A ese complejo entramado que parece insinuar un sentido, añade Ospina la relación de casualidades, contratiempos, viajes y encuentros que rodearon la confección de su texto, desde el hallazgo de un libro desconocido en una librería de París a la tormenta que lo sorprendió en Buenos Aires, pasando por las espesas nieblas que lo acosaron en la campiña inglesa, similares a las que encontró en la visita a las montañas colombianas de su región natal. Un trasiego obsesivo entre dos continentes favorecido por participaciones en encuentros literarios y dictado de conferencias.
El sugerente lenguaje de Ospina quiere ser el cauce para encontrar trascendencia en el proceso de creación del mito, que en el caso del monstruo de Frankenstein parte de sus antecesores de la tradición judía para proyectarse en los imparables avances en inteligencia artificial. Parece evidenciarse así una pertinaz continuidad que lleva al autor a preguntarse: “¿es toda invención una reinvención, todo hallazgo un recuerdo, y la vida el cumplimiento de un relato que ya oímos de niños junto al fuego?”.
‘El año del verano que nunca llegó’ es pues una razonada y sorprendente porción de historia de la literatura y el pensamiento, que nos retrotrae a ciertas noches de lecturas veraniegas y escalofriantes, y que nos hace coincidir con su autor en que “lo nuestro no es el paraíso sino demorar ansiosamente su llegada”.