No siempre es fácil comprender los verdaderos motivos que impulsan nuestros actos; ni saber cuándo nos posee una voluntad heroica y por tanto generosa, o cuándo estamos a merced de nuestros miedos y miserias; ni discernir qué pesa más en nuestras decisiones: la búsqueda consciente de la felicidad o la pasiva inercia del que teme al dolor. Cuando José María Guelbenzu publicó en 1999 ‘Un peso en el mundo’ quiso acompañar estos argumentos con profundas reflexiones sobre la verdad y la belleza, el conocimiento y la ignorancia, la muerte y la impronta de nuestro paso por el mundo. La presente reedición de ese texto emblemático viene a recordarnos la versatilidad de un autor que tanto puede regalarnos un nuevo caso de la juez Mariana de Marco, como proponernos una singular novela de ideas.
Las que aquí desarrolla surgen de la confrontación entre dos personajes: Fausto, catedrático de Filosofía apartado por decisión propia del ingrato mundillo universitario, y una antigua alumna, ya madura, que acabó decantándose por la Filología Inglesa. Ambos mantuvieron en su momento una relación sentimental que, tras la ruptura, se convertiría en epistolar y de amistad respetuosa. Ahora ella visita al profesor en su retiro de la costa cantábrica para pedirle consejo, o más bien para usarlo como confidente en quien desahogar sus miedos, los que produce tener que decidir entre familia y vocación profesional.
Porque el personaje femenino se enfrenta a un dilema: aceptar una invitación a profundizar en sus estudios sobre el Romanticismo inglés apartándose temporalmente de su marido y sus hijas, o no separarse de estos y conformarse con una cátedra lejos de sus verdaderos intereses. Y es que lo que de verdad está en juego para ella es la posibilidad de desarrollar unas capacidades intelectuales que le permitan ser alguien en el ámbito académico, tener un peso en el mundo.
Así, mediante un incesante intercambio de ideas, se van perfilando los rasgos de carácter de los personajes tanto como las motivaciones ocultas que los mueven: la culpa, que la negra incursión de la muerte en sus vidas dejó en ambos; la esperanza, “esa rata que convive con nosotros y se reproduce prodigiosa e incesantemente sin que haya modo de exterminarla”; o la atracción por el riesgo y lo desconocido que siente la protagonista desde niña, y que le llevan a despreciar las apelaciones a la madurez de su interlocutor como una forma de atemperar sus impulsos inconformistas. Pero en ella se impone, sobre todo, el recuerdo de un momento de epifanía provocado por la conjunción de la belleza del mar y los versos de Keats, y el deseo persistente de revivir esa “sensación de felicidad plena donde estaban reunidas la naturaleza y la palabra”.
La estructura en forma de diálogo continuo entre el maestro y la discípula, remite a la obra de Platón, en especial, y no solo por el formato, a su ‘Fedón’, aunque Guelbenzu se ocupe aquí, no ya de la inmortalidad del alma, sino de su versión laica: la trascendencia a través de la realización personal y la huella que, mediante el desarrollo de nuestra creatividad, podemos dejar en el tiempo.
Tan solo en una ocasión, reducida a tres páginas, el diálogo imparable se transforma en monólogo con sonoridad de tragedia clásica. De él se sirve la discípula para interpelar a su alma con la que comparte “lo único que una acaba aprendiendo al vivir: que toda felicidad nace del dolor (…), y que el dolor la acompaña necesariamente, como una marca”; para más adelante, al comprender lo que hasta entonces se ocultaba a sí misma, constatar que “la noche pasa y vendrá la luz, cayendo sobre el mundo y sobre mi temblorosa esperanza. Ya no tengo elección porque, lo mismo que la luz, la certidumbre ha desalojado las sombras de mi vida y ahora sé; haga lo que haga, sé.”