Partidario de que la literatura no le dé la espalda a la realidad, el joven autor chileno Diego Zúñiga aborda, en su segunda novela, el caso de las niñas de Alto Hospicio, suburbio marginal de la ciudad norteña de Iquique, desaparecidas entre 1998 y 2001, unos sucesos con los que el autor convivió durante su infancia en la zona. Sin embargo, no se trata de una crónica periodística, ni de un texto exclusivamente destinado a la denuncia social, porque en él caben fenómenos extraños, hechos inquietantes, desencuentros sentimentales y sórdidas revelaciones, todo en un escenario asfixiante en el que laten las amenazas opuestas, tan reales como simbólicas, del desierto y del mar.
A esas y a otras tendrá que enfrentarse el fotógrafo de prensa Torres Leiva, enviado a la zona para dejar constancia gráfica de las lágrimas de sangre que llora la imagen de una Virgen. La aparición en la carretera que atraviesa el desierto de una niña desaparecida hacía más de un año, llevará al protagonista y a un reportero local Testigo de Jehová a participar en una investigación que, ya clausurada por la gendarmería, se ve ahora obligada a reabrir.
Adquiere así el texto apariencia de thriller rural con cierto aire cercano a ‘True Detective’ o ‘La isla mínima’. A ello colaboran la sospecha de implicación de gente poderosa y la turbia inquietud de algunos policías, tanto como la presencia de supuestas experiencias sobrenaturales avaladas por la ignorancia o la superstición. Pero será, por un lado, el ambiente opresivo de una localidad en cuyas inmediaciones funcionan industrias dedicadas a la fabricación de bombas de racimo, y por otro el transporte de aquellas en hileras de camiones durante la noche, lo que nos recordará a la Izzard de ‘Ciudad de pesadilla’, el magistral relato de Hammett en el que el producto transportado de igual forma es licor destilado clandestinamente.
Zúñiga va desgranando paulatinamente la historia personal de los personajes principales, marcada, en el caso de Torres Leiva, de su compañero de trabajo y de la investigadora Ana Figueroa, por una separación traumática y algún oscuro suceso del pasado. A esos datos se sumará, como potenciador del desaliento general, el inmenso dolor de la pérdida más terrible en el caso de los padres de las niñas, un peso acrecentado por la indiferencia policial y el oportunismo de los políticos, o por el recuerdo de otras calamidades como la explosión de unas de las fábricas de bombas y la desaparición de algún pariente a manos de los cuerpos represivos de la dictadura.
Y es que solo a partir del 2001 la fecha del 11 de Septiembre ha dejado de evocar para muchos y en primera instancia el golpe de Pinochet, transfiriendo el protagonismo a unos hechos que los personajes de la novela contemplan atónitos en los televisores del pueblo. Porque la desgracia de los países ricos también parece más importante que la de los pobres.
La lectura de ‘Racimo’ es, además, absorbente por momentos, no solo por una intriga acrecentada por el cuestionamiento de la versión oficial, sino también por un fraseado conciso que acelera la acción con ayuda del presente verbal, un recurso tan conocido como eficaz. Menos habitual pero igual de efectivo es el uso de un narrador que demuestra su omnisciencia al adelantar, para el lector, el futuro de algunas acciones de sus personajes mientras resalta la ignorancia en que estos permanecen.
Un texto, pues, que aporta originalidad al tratamiento de un tema asiduamente frecuentado, y que su autor remata con un final tan escalofriante como sugerente.