Cuando Oscar Wilde publicó en 1891 el volumen de relatos que contenía ‘El crimen de lord Arthur Savile’, aún faltaban cuatro años para el estreno de ‘La importancia de llamarse Ernesto’ y para el escándalo que le llevaría a la cárcel, al exilio en Francia y a su definitiva caída en desgracia. El año anterior había aparecido la novela ‘El retrato de Dorian Gray’, y sus presupuestos estéticos ya eran materia de controversia en los salones de una sociedad victoriana que pasó de la adoración desconfiada a la repulsa sin paliativos. En uno de esos salones se sitúa el comienzo de ‘El crimen de lord Arthur Savile’, uno de sus textos más divertidos.
Quien no lo conozca aún tiene ahora una excelente ocasión de corregir ese lamentable descuido, y al que ya haya disfrutado de su encanto, Acantilado Editorial le ofrece el aliciente de la estupenda traducción de Javier Fernández de Castro. En ambos casos, el pequeño formato del libro, incluido en la colección de textos breves de la editorial, debería eliminar cualquier reticencia a acercarse a este relato imprescindible.
Lady Windermere, la protagonista de la obra de teatro que Wilde estrenaría en breve con gran éxito, es aquí la anfitriona de una glamurosa fiesta a la que asiste el recto lord Arthur. A la relativa inconstancia de aquella, que le lleva a cambiar varias veces de marido pero nunca de amante, hay que añadir su gusto por lo exótico que justifica la presencia en el salón de un quiromante. Al solicitar sus servicios, Arthur recibirá el aviso de su participación en un crimen y de la muerte de un pariente lejano.
A partir de aquí, queriendo evitar que tan luctuoso suceso acabe con la felicidad que espera encontrar en su próximo matrimonio, decide tomar las riendas de su vida y adelantarse al vaticinio del quiromante ejecutando su sentencia de la forma menos traumática. Así, se planteará el uso de veneno para facilitar el tránsito de algún anciano pariente, o contactará con el anarquista ruso conde Rouvaloff para que le sirva de intermediario con un experto dinamitero. Herr Winckelkopf, cuya minuciosidad le hace anotar en un voluminoso registro la hora deseada para cada detonación, propone un reloj explosivo o, en su defecto, un paraguas que estalla al ser desplegado. Aunque del resultado de su proyecto y del redondo final de la historia no nos corresponde dar aquí noticia.
Wilde aprovecha también el texto para invitar al lector a todo un periplo turístico por el Londres más conocido: Picadilly Circus, Bond Street, Bloomsbury, Park Lane, Soho Square, Hyde Park o Charing Cross junto a otros callejones menos aconsejables son recorridos por el angustiado lord Arthur en su empeño por cumplir, debidamente, con su inexorable destino.
Es clarificador, por tanto, el subtítulo “Una reflexión sobre el deber”, con el que Wilde quiere ridiculizar ciertos envarados comportamientos, sin perder, de paso, la oportunidad de cuestionar algunos estamentos tradicionales. Arremete, así, contra la torpeza de Scotland Yard o contra la frivolidad de una aristocracia que se jacta de no preocuparse por temas sociales mientras procura disuadir a las clases inferiores de intentar imitarla. Se transmite de esta forma al lector la sensación de estoico distanciamiento que encierra uno de los conocidos aforismos del autor: “La tierra es un teatro, pero tiene un reparto deplorable”.
En definitiva, un texto plagado de comentarios ingeniosos y situaciones hilarantes, con la acidez y el desencanto de quien afirmó: “A veces pienso que Dios creando al hombre sobreestimó un poco su habilidad”.