Para comprender y manejar la realidad el ser humano necesita de la interacción de sus dos hemisferios cerebrales cuyas formas de procesamiento son esencialmente diferentes pero complementarias: uno usa el análisis y el otro la síntesis, uno trabaja linealmente y el otro domina la simultaneidad, uno es racional y el otro intuitivo. Desde esas dos aproximaciones casi antagónicas, Mario Cuenca Sandoval aborda en su última novela la doble narración de unos sucesos y unas vidas cuyos dos protagonistas interpretan de formas muy diferentes, tanto que solo el reconocimiento de personajes y situaciones comunes nos permiten concluir que la búsqueda de la que hablan, las angustias que sufren y las obsesiones que los mueven pertenecen a una misma historia.
Es por tanto formalmente idónea la división del texto en dos mitades de idéntica extensión y estructura simétrica, plagadas de sinápticas referencias internas, y en las que el depurado estilo del autor recorre, en sentido descendente y creciente acierto, las tres personas del singular. Un texto en el que la reflexión lúcida, la imagen sorprendente pero ajustada o la metáfora precisa pueden irrumpir en cualquier momento iluminando la narración. Justo lo que se espera de la gran literatura, el lugar en el que busca un hueco esta ambiciosa obra.
La primera mitad, la del hemisferio izquierdo, comienza con la espectacular descripción del accidente que marcará las vidas de los protagonistas, Gabriel y Hubert Mariet-Levi, y que clausurará su alocada escapada a Barcelona e Ibiza desde París, una escena que ya adelanta la importancia del elemento cinematográfico en toda la narración. Porque la acción está aquí mediatizada por las alusiones al ‘Vértigo’ de Hitchcock, patentes en el encargo que Hubert
hace a su amigo de vigilar las tendencias suicidas de su mujer, de sorprendente parecido con la víctima del accidente, y en el encuentro fortuito con una segunda copia del original, todo lo cual llevará al lector a prolongar la comparación esperando la sorpresa.
Entre las referencias culturales de los sesenta y setenta que impregnan esta parte (Barthes, Deleuze, Foucault, Derrida, Resnais, Perec), se impone la ‘Rayuela’ de Cortázar y su imagen de París, ampliada y actualizada con los disturbios en los barrios periféricos. Aunque esta tendencia nostálgica se verá superada por la pulsión autodestructiva que impregna toda la novela, infectando incluso la figura del matador Emilio Astraldi, y haciéndose aún más patente en la segunda parte, la del hemisferio derecho.
En ella se narran alternativamente la adolescencia y madurez de María Levi (el nuevo Hubert) y su expedición a una isla volcánica en el Ártico para realizar un descenso ritual al fondo de un cráter. Pero esta bajada a los infiernos en la isla del fin del mundo que es Mística, no es más que la inversión, en la conciencia de la narradora, de otro rito previo: la paulatina degradación a la que se entregó en sus periplos por la Barcelona más gótica y vampírica. Allí llegó con Gabriel después de atravesar el Mayo francés y convertirse en adelantada del punk parisino, la tribu que mejor convenía a su obsesión por lacerar un cuerpo en el que tatuar el mapa de sus sufrimientos.
Cuenca Sandoval reorganiza aquí el material de la primera parte permutando situaciones y personajes, creando una sugerente red de relaciones e identidades, pero conservando invariable lo esencial, lo arquetípico. Así ocurre que Dante, el anfitrión de la fiesta de disfraces de la primera parte, es ahora el guía en el Infierno volcánico; Emilio, el matador, aparece aquí como actor porno; o el que fuera su ayudante, Sigilo, se convierte en subalterno de un productor mafioso. Algo así como si a los personajes les costara abandonar su particular campo semántico. Pero ahora será María la obsesionada por una mujer perdida y la que encontrará o creará a su doble, mientras que la referencia cinematográfica, más espiritual, será ‘Ordet’ de Dreyer.
Como ven una novela densa y estimulante, llena de recovecos para la reflexión, que pretende avisarnos del peligro de los persistentes fantasmas del pasado y de la necesidad de conjurarlos aunque sea solo a través del lenguaje, porque, como afirma el narrador, “puede que no todas las cosas puedan ser nombradas, pero al menos pueden ser cercadas con palabras”.