Sólo vivió cuarenta y cuatro años, y además sufriendo constantes problemas de salud desde niño, pero nada de eso le impediría viajar por todo el mundo y entregarse a la literatura con una intensidad inigualable. Hablamos de Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Samoa, 1894), el creador de «La isla del tesoro» y «El doctor Jekyll y míster Hyde». Pero también de muchas otras novelas, cuentos y poemas, e incluso de ensayos como los que ahora publica Páginas de Espuma, titulados simple y llanamente “Escribir”.
Esta faceta, junto a la poética –sus trescientos cincuenta poemas están divididos en cuatro libros–, va obteniendo cada vez más eco, como atestigua esta selección de Amelia Pérez de Villar, que ha reunido los “ensayos sobre literatura” que Stevenson ofreció a diversos periódicos y revistas de 1879 a 1887. Divididos en tres secciones –“La escritura”, “Los libros”, “Los escritores”–, el volumen proporciona reflexiones sobre el arte narrativo, tanto el propio como el ajeno, pues en él hay consideraciones generales –aspectos técnicos de la escritura, apuntes sobre el realismo, por ejemplo–, divagaciones sobre los libros que le influyeron –“Hamlet”, el D’Artagnan de “El vizconde de Bragelonne”, los “Ensayos” de Montaigne, los Evangelios…– más cómo concibió algunas de sus historias, y apreciaciones de autores muy apreciados como Dumas, Verne, Poe, Whitman o Hugo.
Ya en su día Stevenson pareció lamentar haber obtenido fama por una obra fundamentalmente, de ahí que en el texto «Mi primer libro: “La isla del tesoro”», dijera que “yo no sólo soy novelista, pero soy bien consciente de que mi pagador, el Gran Público, contempla el resto de mis escritos con indiferencia, si no con aversión”. Dichosamente, esta percepción hoy en día está muy lejos de ser cierta. En su biografía del escritor escocés, G. K. Chesterton
ya dijo que la crítica de su época había subestimando sus ideas al fijarse tan sólo en su vida pintoresca; y ciertamente, lo fue, pues Stevenson huyó de su familia y de su futuro como constructor de faros en Edimburgo, evitó a toda costa permanecer en un mismo lugar padeciendo sus constantes problemas de salud –«Fue a donde fue en parte porque era un aventurero y en parte porque era un inválido», dice el biógrafo inglés– y encontró la muerte en una isla paradisíaca de la Polinesia.
El aliciente de “Escribir” es que hay una mayoría de páginas desconocidas para el lector español, como las que dedica al carácter y a las opiniones de Henry David Thoreau, a François Villon, “estudiante, poeta y ladrón” o al diarista Samuel Peppys. A las que se añadirían otras de interés por su obra –«Cómo se gestó “El señor de Ballantrae”»– y otras en relación con su irresistible personalidad, tituladas “Cómo aprendió Stevenson a escribir, de modo autodidacta”, que empiezan aludiendo a la fama que se labró en la infancia y la juventud: «Yo era conocido –y destacaba por ello– por ser un haragán. No obstante, estaba constantemente ocupado en lo que era mi personal propósito, que era aprender a escribir». Y a fe que lo hizo.