Tras ese sugerente título se esconde una divertida novela del coruñés Celso Castro, primer volumen de su serie “Relatos del yo”, cuya segunda parte comentaremos en breve.
Aparentemente una novela de iniciación por la edad y actitud, entre ingenua y desengañada, del narrador y personaje principal, contiene, sin embargo, elementos que le confieren mayor originalidad y alcance: desde la diversidad de personajes hasta ciertos recursos tipográficos, como el uso exclusivo de minúsculas o el empleo intencionadamente arbitrario y caótico de guiones, parodiando al que hace Nietzsche, autor de referencia para el narrador, en algunas de sus obras. LEER MÁS
Aparentemente una novela de iniciación por la edad y actitud, entre ingenua y desengañada, del narrador y personaje principal, contiene, sin embargo, elementos que le confieren mayor originalidad y alcance: desde la diversidad de personajes hasta ciertos recursos tipográficos, como el uso exclusivo de minúsculas o el empleo intencionadamente arbitrario y caótico de guiones, parodiando al que hace Nietzsche, autor de referencia para el narrador, en algunas de sus obras. LEER MÁS
Mediante el uso de un desbordado discurso, el joven narrador, víctima de una ansiedad que no mitiga ni el uso desenfrenado de coñac, nos introduce en su historia y en la de los personajes que la comparten.
Por un lado él: trabajando en el almacén de la biblioteca, mientras se dedica a devorar sus fondos pertrechado, en su lucha contra los ácaros del polvo, con unos guantes de goma, una mascarilla y unas gafas de natación; o, en otro de sus prontos, empeñado infructuosamente en aumentar su fuerza de voluntad mediante la elevación del trazo horizontal de la letra t, al descubrir en un tratado de grafología la supuesta proporcionalidad entre ambas magnitudes.
Por otro lado, sus personajes, entre los que se imponen dos: la abuela, con la que vive, empeñada en una imposible, por anacrónica, vida vienesa fin de siglo, y a la que visita la madre muerta del narrador para desesperación de este; y Esther, por quien aquel bebe los vientos, lectora de Maiakovski y Leibniz y que está supuestamente prometida con el imaginario príncipe Ilich, personaje capaz de armonizar habitaciones mediante una especie de feng shui acústico hasta conseguir su afinación ideal.
Pero el narrador, cuya impetuosa voz marca el ritmo del texto, no es ajeno a esa inclinación a tergiversar la verdad y adecuarla a los propios intereses, y la justifica, porque “no hay nada como una mentira bien contada e incluso, en casos de muy extrema necesidad, como una mal contada”.
Y él contribuye a este cuestionamiento de la realidad con la torpe creación del poeta Nicolai Bunik para impresionar a Esther, o con la apócrifa muerte de Beckett para deslumbrar al oyente de su discurso, a quien termina por confesar que “nunca me he conformado con la verdad”.
Pero es que, a veces, necesitamos añadir ciertos toques personales a la realidad para mejor sintonizar y armonizar con ella o para conseguir, si no afinarla, al menos hacerla más soportable, aun a costa de subvertirla, o precisamente para eso.
Por un lado él: trabajando en el almacén de la biblioteca, mientras se dedica a devorar sus fondos pertrechado, en su lucha contra los ácaros del polvo, con unos guantes de goma, una mascarilla y unas gafas de natación; o, en otro de sus prontos, empeñado infructuosamente en aumentar su fuerza de voluntad mediante la elevación del trazo horizontal de la letra t, al descubrir en un tratado de grafología la supuesta proporcionalidad entre ambas magnitudes.
Por otro lado, sus personajes, entre los que se imponen dos: la abuela, con la que vive, empeñada en una imposible, por anacrónica, vida vienesa fin de siglo, y a la que visita la madre muerta del narrador para desesperación de este; y Esther, por quien aquel bebe los vientos, lectora de Maiakovski y Leibniz y que está supuestamente prometida con el imaginario príncipe Ilich, personaje capaz de armonizar habitaciones mediante una especie de feng shui acústico hasta conseguir su afinación ideal.
Pero el narrador, cuya impetuosa voz marca el ritmo del texto, no es ajeno a esa inclinación a tergiversar la verdad y adecuarla a los propios intereses, y la justifica, porque “no hay nada como una mentira bien contada e incluso, en casos de muy extrema necesidad, como una mal contada”.
Y él contribuye a este cuestionamiento de la realidad con la torpe creación del poeta Nicolai Bunik para impresionar a Esther, o con la apócrifa muerte de Beckett para deslumbrar al oyente de su discurso, a quien termina por confesar que “nunca me he conformado con la verdad”.
Pero es que, a veces, necesitamos añadir ciertos toques personales a la realidad para mejor sintonizar y armonizar con ella o para conseguir, si no afinarla, al menos hacerla más soportable, aun a costa de subvertirla, o precisamente para eso.
Rafael Martín
FICHA DEL LIBRO
imposible no pensar en otro título: “El afinador de pianos” de Daniel Mason.
Tiene buena pinta este libro y si es coruñés además el autor… me animaré.
biquiños,