Novelar la Historia de la Ciencia no parece una empresa a la que muchos autores estén dispuestos a entregarse. Ya sea por un respeto reverencial que eleva esos temas al exclusivo dominio del ensayo, ya sea por la incomodidad de moverse en terrenos desconocidos o, simplemente, por no acabar de verle un potencial claro. Benjamín Labatut vaya si se lo ha encontrado, abriendo con su Un verdor terrible un camino de éxito culminado, por ahora, con MANIAC, un texto tan seductor como inquietante.
El escritor chileno, nacido en Róterdam, cree que la ficción enriquece todo aquello que toca. En realidad, considera que todo acaba siendo ficción, aun el más objetivo texto periodístico. Con esta premisa y el interés por esas mentes únicas que han alumbrado los caminos de la ciencia, el resultado no podía ser otro que una obra híbrida en la que la especulación anda pareja con el rigor.
Ocurre además que a Labatut parecen fascinarle esos momentos en que la lucidez de una mente brillante no hace sino iluminar el abismo, llevando a sus portadores a la frustración, al desánimo o, incluso, al delirio irreversible, ejemplificado aquí en las figuras de Cantor y Gödel. La mente humana y su imbatible herramienta, la ciencia, muestran así sus limitaciones intrínsecas para interpretar la realidad esquiva de un universo indiferente.
Las tres partes en que aparece dividida MANIAC se centran en tres personajes: el físico austríaco Paul Ehrenfest, el matemático John von Neumann y el maestro de Go Lee Sedol. Cada uno de ellos, como representantes de unos conocimientos establecidos supuestamente sólidos, entrará en una crisis profunda al enfrentarse a sendas construcciones que hacen tambalear los cimientos de aquellos: el Principio de Incertidumbre, ligado a los métodos probabilísticos de la Mecánica Cuántica; los Teoremas de Indecibilidad e Incompletitud: un torpedo hacia la línea de flotación de los Fundamentos de las Matemáticas; y la Inteligencia Artificial: el resultado de un proceso que el texto nos presenta como inevitable.
Cada uno de esos conflictos parece, además, alumbrar a un monstruo aniquilador de creciente alcance: las indescifrables teorías que conducen a la locura y a la muerte de Ehrenfest y su hijo; el superordenador MANIAC, concebido por von Neumann y utilizado tanto para el desarrollo de la computación como de la bomba de hidrógeno, capaz de acabar con toda una colectividad; y AlphaZero, la más avanzada expresión de la IA, un peligro, quizás, para toda la especie.
La parte central del libro, la más amplia y centrada en el matemático de origen húngaro, se presenta como uno de esos documentales en que familiares y colegas van contando sus experiencias vividas junto al gran personaje. Así aparecen sus dos esposas, su hija, o alguno de sus profesores, uno de los cuales relata el entusiasmo del genio ante los tanques en un desfile militar. Por supuesto, también participan científicos como Richard Feynman, que narra la emocionante primera prueba de la bomba que surgió del Proyecto Manhattan, en el que von Neumann se involucró como asesor.
Conforme se suceden las intervenciones, junto al asombrado elogio de las capacidades y logros de aquel, se va forjando una imagen cada vez más oscura del personaje y sus aportaciones, transmitiendo al lector el miedo existencial que sentían algunos ante el poder incontenible de su mente. Un desasosiego similar al que provoca Labatut cuando, en su anterior libro, La piedra de la locura, enlaza el terror a lo que no debe ser revelado, presente en los cuentos de Lovecraft, con la arrogancia del discurso de Hilbert negando cualquier límite a nuestro conocimiento, y con los alucinados mundos de Philip K. Dick.
La parte final del libro es el espectacular relato de los enfrentamientos de Kaspárov con Deep Blue y de Sedol con AlphaGo, una inteligencia artificial gestada por otro niño prodigio: Demis Hassabis. La habilidad para mantener la tensión de la narración hasta su desenlace final, es una más de las que Labatut va desplegando para convencer al lector de que su apuesta por la ficción como motor literario del ensayo, merecía la pena.
Rafael Martín