El último libro de Eduardo Halfon es una variada colección de dieciocho estampas, nuevos fragmentos para seguir construyendo una de las obras más interesantes de la actual literatura latinoamericana. En ellos sigue brillando su lucidez a la hora de elegir con precisión los elementos que pueden convertir una escena en memorable, los mínimos gestos y palabras que la van a hacer trascendente, todo bajo la luz de su estilo contenido y limpio.
La coherencia de la obra de Halfon parece sustentarse en su intento de mitigar un desarraigo, el producido por su salida, a los diez años, de una Guatemala caótica hacia una Florida más segura. Un extrañamiento que no suavizaban los periódicos regresos a su país, y que es hermano de la desubicación potenciada por sus continuas mudanzas. La búsqueda de orígenes, el regreso a un pasado familiar convertido en mito, era pues inevitable.
En la reconstrucción de ese pasado han sido figuras centrales sus dos abuelos judíos, polaco uno y libanés el otro, supervivientes ambos, uno a los campos de exterminio, el otro a la violencia en Guatemala. Los textos de Un hijo cualquiera, sin abandonar esa búsqueda de identidad, introducen un elemento nuevo que funciona como un filtro: la mirada ya no es la misma tras la irrupción de la paternidad.
Aparecen así breves historias que materializan las preocupaciones del autor ante posibles accidentes del hijo, las dudas sobre la circuncisión del recién nacido, o la experiencia de llevar al niño de dos años y medio a conciertos de música clásica. Pero además, esta nueva presencia le retrotrae a su propia infancia y adolescencia, y a momentos como el recreado en ‘Historias de mis agujas’, el relato de una sesión de acupuntura para paliar sus prolongados problemas de alergia, momento epifánico en el que comprende la necesidad de tomar las riendas de su vida y decide dedicarse a leer.
Sobre esa actividad vuelve para identificar las tres fases que, como lector, ha recorrido: adicto consumidor primero, atento estudioso de la técnica después, y crítico implacable cuando ya tuvo su propia obra. A esas tres ha añadido, en alguna entrevista, la actual de gozoso relector. En otro de los textos se plantea el dilema de cómo compatibilizar el deslumbramiento ante una obra con la repulsa por las ideas de su autor: Hambre de Hamsun como paradigma del conflicto.
Junto a reflexiones sobre el suicidio en la historia, especialmente de la literatura, o la imitación como práctica para dominar una técnica antes de abordar el proceso creativo, volveremos a encontrar aquí episodios de su vida en el país centroamericano: su descomposición representada en la del lago junto al que el abuelo veranea y en el que aparecerán los cuerpos de dos guerrilleros torturados. El mismo lago en el que, según le contaron y él investiga en su multipremiada novela Duelo, habría muerto el hermano de su padre cuando era niño.
Especialmente impactante resulta el texto ‘Beni’, en el que se alternan el recuerdo de la angustiosa espera del autor en un cuartel, con la narración de las sangrientas acciones militares del personaje con quien va a entrevistarse. Un individuo que recuerda haber visto en casa de su abuelo en unas circunstancias relatadas magistralmente en su anterior novela Canción. Y sorprendente resulta ‘La pecera’, relato onírico del deambular azaroso que conduce al protagonista a un extraño museo y cineclub.
El libro se cierra con ‘La marea’, relato en el que un padre alecciona a su hijo de los peligros de las corrientes mientras se adentra, llevándolo de la mano, en el mar en el que aquel estuvo a punto de perder la vida. El colofón adecuado a unos textos que conmueven, que golpean, que conducen a la reflexión, pero en los que, sobre todo, resplandece el impecable estilo de su autor.
Rafael Martín