Pero la correspondencia entre lo anímico y lo físico que antes señalábamos, no es más que una muestra del entramado simbólico que sustenta la narración y que viene a ser la implementación del recurso expresionista consistente en transferir al paisaje y al entorno los estados de ánimo de los personajes, y que Díez extiende hasta representarlos en objetos y seres que parecen emanaciones o excrecencias surgidas de la mente de aquellos; así, por ejemplo, la úlcera de don Medardo, fruto de las preocupaciones que le causa su hijo, es paralela a las dificultades que atraviesa la Compañía; el laberinto mental en el que vive Ismael se transfiere a las calles de Doza por las que se mueve sumido en la desorientación; o, finalmente, los “bichos”, habitantes de las ensoñaciones del protagonista, se muestran como depositarios de sus actitudes.
Es esta estética expresionista, característica de Díez, la que convierte territorios físicos en escenarios morales, por los que transita el solitario protagonista en su búsqueda de certidumbres, y que, en este caso, da lugar a momentos impactantes como el rescate de Tulio, en un ambiente grotesco y tétrico, del edificio ruinoso en el que lo retienen; o el onírico encuentro de Ismael con un viajante que lo invita a seguir el camino en su vehículo.
Por otra parte, sin descartar, pero no compartir, la referencia al Ulises de Joyce que alguno cree ver en la novela, y si de ejercicio de intertextualidad se trata, prefiero quedarme con algo más evidente y extensivo a toda la obra de Díez, en la que la creación de una geografía propia o el relato de tragedias familiares nos remiten a Faulkner y a los autores del gótico sureño, con lo que, y salvando las distancias, podríamos permitirnos hablar del “gótico leonés”.
En fin, después de cuarenta años publicando, Luis Mateo Díez, una de las voces más importantes y personales de nuestro panorama actual, sigue con su estilo inconfundible: barroco y de frase larga a veces, ligero y escueto otras, empeñado en el estudio de la condición humana a través de los derrotados, personajes que muestran, en ocasiones, “ese brillo nublado de la autocompasión que subyace como una huella consoladora en el desaliento”
Rafael Martín