Todos estamos de acuerdo en que ser escritor de éxito es muy difícil. Serlo de novela policiaca ya lo complica más, si cabe. Pero para colmo ser hijo de uno de los mejores escritores de género, se convierte en un arma de doble filo. Por un lado tienes la posibilidad de que te eche una mano, pero por la otra está la desventaja de que te comparen con él, o que el éxito conseguido sea atribuido a que eres “hijo de”. Presumo que en esta dicotomía ha debido moverse toda su vida Liam McIlvanney. Hijo de (lo siento, era inevitable) William McIlvanney, fallecido en 2016, creador de la famosa saga protagonizada por el detective Jack Laidlaw, perteneciente al género denominado tartan noir —lo que viene siendo el género negro particular de Escocia—.
Ignoro si Liam lo ha tenido más fácil o más complicado a la hora de dedicarse a esto de las letras, con motivo de ser hijo de quien es. Solo puedo decir que su trabajo como escritor me gusta. Me gusta su estilo, y me gustan sus historias. No en vano lleva ya cuatro novelas, siendo la que nos ocupa hoy la tercera, la primera para mí, y es que espero que con esta abra mercado en nuestras fronteras y podamos disfrutar de sus trabajos anteriores, así como de su última novela, publicada este mismo año. Y es que me ha sido imposible encontrar sus anteriores libros traducidos a nuestro idioma.
Liam, finalista de varios premios y ganador del McIlvanney Bloody Scotland en 2018 —así es, el premio al que da nombre su padre— por “El cuáquero”, utiliza como telón de fondo el caso real del asesino en serie de Glasgow “Bible John”, al que se le achacan hasta cuatro mujeres asesinadas, y al que nunca atraparon. Usa este escenario cambiando nombres, acontecimientos y usando personajes ficticios, hilvana la realidad con la ficción, pero solo en pequeñas pinceladas, ya que los hechos se desarrollan aquí de manera distinta.
En la novela tenemos como protagonista al prometedor inspector de las Tierras Altas, McCormack. Tras pasar seis meses desde la última muerte, lo envían a Glasgow con la orden de desmantelar una investigación que ya está durando demasiado. Sin conseguir esclarecer nada de los asesinatos cometidos por el autor denominado “el Cuáquero”, alias atribuido por el uso de fragmentos que recita de la Biblia, y que han oído unos testigos que no se ponen de acuerdo ni en el aspecto del presunto asesino en serie. Lo que no esperaba es que su visita coincidiera con la aparición de una cuarta víctima. A la vez que es repudiado por sus nuevos compañeros, por creerlo culpable del echar por tierra todos estos meses de trabajo dándole carpetazo, tendrá que investigar y llegar al corazón más oscuro de Glasgow. Recordemos que la trama se desarrolla en 1969, donde la ciencia forense aún estaba en pañales, y nuestro protagonista solo cuenta con un retrato robot y un puñado de testimonios, que a veces se contradicen. Esto aporta una pátina especial a la novela, dotándola de un halo de historia clásica, trayéndonos a la mente a esos detectives en blanco y negro que recorrían la ciudad de noche en pos de la verdad.
Con esta premisa nos encontramos con un protagonista bastante atípico dentro de este género, lo que le atribuye más humanidad; lo hace más vulnerable y creíble. Con una serie de personajes secundarios con gran peso en la trama. Pero lo que realmente me ha gustado y sorprendido es la voz usada de las víctimas. En primera persona nos narran quienes fueron en vida, qué les llevó a la situación que desembocó en su violenta muerte. Sin desvelarnos nada, este recurso narrativo consigue, aparte de empatizar con esas mujeres, ponernos en antecedentes, y conocer hechos que nuestro inspector irá descubriendo por sí mismo. Mezclando géneros como el thriller, el noir o la acción, nos sumerge en ese nuevo término denominado harboiled. Donde nos encontramos hasta con un robo de joyas y obras de arte, enriqueciendo aun más la trama principal.
Catedral Noir pone a nuestro alcance una novela que no solo cumple las expectativas de cualquier amante del género, sino que va más allá. McIlvanney hijo merece ser conocido por ser un gran escritor, sin importar quien fuera su progenitor, porque tiene un gran talento, y cualquiera que lea este libro, deseará conocer el resto de su obra. Espero que teniendo a “El cuáquero” como carta de presentación, llegue al público español, ocupando un puesto dominante en el escaparate de toda librería.