Una historia ridícula de Luis Landero

Desde su primera novela, Juegos de la edad tardía, Luis Landero viene construyendo unos personajes memorables. En aquel caso Gregorio Olías y Faroni eran las dos caras de una misma impostura y, junto a la escritura elaborada y fluida del autor, las primeras razones para el adjetivo cervantino que, desde un comienzo, acompaña a sus textos. Después vinieron otras, una por cada una de sus novelas. En ellas, con mirada y oído certeros, ha seguido creando modelos precisos, arquetipos de segunda generación, que, sin dejar de ser universales, resultan cercanos, reconocibles, indudablemente humanos.

La última de sus creaciones es Marcial, el protagonista de Una historia ridícula, del que ya teníamos algunos antecedentes como el Dámaso de Hoy Júpiter, con su carga de odio, o el amargado Hugo Bayo de La vida negociable. Pero Marcial es el paradigma del individuo antisocial, resentido y desconfiado, siempre atento a descubrir en los demás esa risa contenida, esa mirada de complicidad a sus espaldas que delate la conspiración, siempre dispuesto a imaginar ofensas, a devolver supuestos agravios, a encararse incluso con sus posibles lectores. Vive en el lado oscuro, el del rencor, un infierno en el que también ardían sus predecesores.

Marcial es un virtuoso del odio. A lo largo del texto, en realidad un escrito en primera persona dirigido a un médico que suponemos psiquiatra, establece un paralelismo perfecto entre el amor y el odio. Así, existe el odio a primera vista, el odio platónico, la necesidad imperiosa de ver al ser odiado, de saberlo todo sobre él, de estar atento a su posible desgracia. El odio, para Marcial, sigue los mismos rituales que el amor. Para ilustrar su idea se remite a sus propias experiencias, y aprovecha para sacar a colación las burlas padecidas en la infancia o el desengaño sufrido con su mejor amigo.

Landero le presta a su personaje su elegante léxico, su ordenada expresión, para que presuma de dominio sobre el lenguaje y de que, a pesar de ser jefe de planta en un matadero y antiguo matarife, es capaz de sagaces reflexiones fruto de su formación autodidacta. Una actitud que, sin embargo, no logra ocultar su inseguridad, su miedo al ridículo.

Pero la cuestión central, la que da lugar a tan largo discurso no es sino el enamoramiento del que, por primera vez, es víctima. Su objeto, en principio inalcanzable, es Pepita, y su objetivo conquistarla con las armas de su pensamiento y su retórica, aunque tenga que inventarse a veces atributos y virtudes, o aunque también le surjan dudas sobre la rectitud de su amada.

Landero se recrea de nuevo en el enredo hijo de la simulación, describiendo magistralmente la hilarante reunión en casa de Pepita a la que consigue ser invitado el protagonista. A ella asisten también, entre otros elegantes allegados de la anfitriona, aquellos que Marcial supone pretendientes y, por tanto, sus rivales. En todos encuentra algo detestable, alguna de esas actitudes que él tanto desprecia, reafirmándose en que el odio, la envidia forman parte intrínseca de la naturaleza humana, que sus defectos son en realidad los de toda la especie y que solo la hipocresía permite la convivencia. Porque, en el fondo, todos desean la muerte de un famoso, aunque solo sea para romper su triste rutina. Marcial intenta así diluir su indignidad, mientras su creador nos enfrenta con la desagradable realidad que aquel representa.

El resultado de todo eso es, otra vez, una novela redonda, en la que Landero añade a sus habilidades cervantinas cierto toque shakespeariano, buscando emparentar cómicamente a su personaje con los del ilustre panteón del autor isabelino. Como si ya formara parte de él, Marcial menosprecia las narraciones que no abundan en lo trascendente, sino en las minucias de detalles sin importancia. Landero le demuestra que ahí, sin embargo, puede estar la clave de una historia, no por ridícula menos necesaria.

Rafael Martín