Publicada en 1907, dos años después de ‘La casa de la alegría’, su primer gran éxito, ‘Madame de Treymes’ es una pequeña obra maestra en la que la neoyorquina Edith Wharton acumula, de forma comprimida y quizás por eso más explosiva, toda la sutileza de su estilo y no poca de su mordacidad. Ofrece así su penetrante mirada a un lector deslumbrado para darle otra vuelta narrativa a una de sus obsesiones literarias: la lucha desigual entre el deseo de felicidad y el poder de las convenciones sociales.
Si en ‘La casa de la alegría’ era la protagonista femenina la que acababa cediendo ante las imposiciones de la alta sociedad de Nueva York, en ‘La edad de la inocencia’, Premio Pulitzer y consagración de su autora, será el personaje masculino el que decida sacrificar el amor verdadero en aras de su responsabilidad como marido y padre, después de ser víctima de las intrigas de su mujer. Por el camino aparecerá otra de las constantes argumentales de Wharton: los problemas con un divorcio más que justificado, que ella misma sufrió, provocados por la hipocresía de una clase que se sustenta moralmente en los pilares del inmovilismo y la resignación.
En ‘Madame de Treymes’ se reparten roles similares y se enfrentan conflictos análogos: la americana Fanny Frisbee, ahora madame de Malrive, vive en París separada de un marido despótico e infiel. Allí recibe la visita de un amigo de juventud, John Durham, dispuesto a casarse con ella una vez conseguido el divorcio, y al que Fanny le encomienda tantear la disposición de la familia Malrive en ese sentido. Toda su preocupación es evitar el escándalo en que puede verse envuelto su hijo del que bajo ningún concepto está dispuesta a separarse.
La interlocutora de Durham es Madame de Treymes, cuñada de Fanny con quien viene mostrándose solidaria. Es ella la que encarna aquí el papel de personaje femenino calculador, de educación sofisticada e intenciones indescifrables. Silenciosa y aguda observadora ejemplifica un carácter opuesto al conocido tópico del americano extrovertido y sin dobleces que corresponde tanto a Durham como al aristocrático matrimonio Boykin: una pareja afincada también en la capital francesa y consciente del choque entre las culturas de ambos lados del Atlántico.
Pero no es en este caso la moral victoriana la que constriñe, dentro del corsé de sus estrictas normas, las aspiraciones de la pareja protagonista, sino la educación clasista francesa y su anquilosado soporte espiritual. Wharton demuestra su clara comprensión de las fuerzas en conflicto cuando madame de Malrive expresa sus preocupaciones: “Mi hijo ya solo me pertenece a medias, porque la Iglesia tiene la otra mitad, e intentará echar mano de mi parte tan pronto como empiece su escolarización”. Y también acusa a su familia política y al cerrado entorno en el que se resguarda: “Se le enseña a encontrar vileza y corrupción en quienes no piensan como él, en las ideas que no sirven directamente a los propósitos políticos y religiosos de su clase”.
Y como si de un thriller psicológico o un relato de terror se tratara, madame de Malrive se estremece al pensar en las posibles acciones que, mediante sus poderes ocultos, el influyente clan familiar de su esposo pudiera ejercer para separarle de su hijo. Ya lo advierte, en su esclarecedora introducción, la traductora Lale González-Cotta: la vigencia de los problemas tratados es plena, porque la impostura y las intrigas de la alta burguesía y sus acólitos son marcas de clase atemporales.
En definitiva, un texto cuya elegancia potencia la cuidada traducción, rematado, para mayor aliciente, con un final tan sorprendente como ambiguo.