He aquí un hermoso título. He aquí un formidable autor. Recurrir en el frontis a la palabra sombra indica mucho. Una querencia decidida hacia un estado de ánimo muy peculiar. Es decir: a ese status que reconocía y analizaban los señores Klibansky, Panofsky y Saxl en su ‘Saturno y la melancolía’, por ejemplo, y en donde se le otorgaban a ésta virtudes genésicas inigualables a la hora de componer o escribir. Pero también significa algo distinto, que vive en una dimensión paralela. Algo que contaba el padre de la moderna crítica literaria, el catedrático de Oxford y redactor de la Britannica Basil Worsfold, en su libro de 1897 The Principles of Criticism. En ese volumen radiante se hablaba de muchas cosas. De sexo: “The Old, Old Story…”, de Aristóteles y su opinión según la cual Roma era no sólo hija, sino sombra de Grecia… O de Swinburne, “que interpreta”, nos dice, “el espíritu de la libertad en su más complejo desarrollo”. Y nos muestra un verso de The Pilgrims donde el poeta define el fantasma oscuro de una forma realmente explícita: “And return to the dear dead Light…”
La Sombra Azul, de Ricardo Martínez Conde, abunda en imágenes luminosas precisamente sobre lo que no lo es: “El caos no deriva del cardo, sino de la ignorancia del mismo. No exige fervor (algo más propio de sombras) pero sí el mirarle y reparar en su azul armonía” O bien un hondo pensamiento que recuerda a Virgilio: “La misma sombra. No, La misma muerte. Evocar.” Uno no puede evitar pensar instantáneamente en esa imagen aterradora, casi apocalíptica, que tanto llamaba la atención a Borges: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram…” O, en otra magnífica lección práctica de nigromancia, esta vez ejercida por el que acabó siendo la mayor fuente de ideas para Rubén Darío, el doliente José Asunción Silva: “Y eran una. Y eran una. Y eran una sola sombra larga…”
Hay en todo el libro una esencia luminosa característica del autor. Alguien que nos ha obligado, en su variado repertorio temático, ejercido y expresado a lo largo de tantos años, a meditar sobre una sensación generalizada que parece definir nuestro Mundo en la misma medida que nuestro devenir. Una suerte de metafísica de lo cotidiano. Cómo compaginar, por ejemplo, creación y destrucción. O esa voluntad en lo que los franceses llaman, muy acertadamente, el anéantir: la figura de la realidad que se nos deshace entre las manos.
Algo como lo que describe en el poema Ubicación: “Entonces la religión y el cuerpo conforman los personajes mudos en una escena desierta donde solo hay vacío.” Más dialéctica. Más juegos de contrarios. En un momento determinado, el poeta opta por emprender un camino dantesco. O, mejor: reemprender el viaje Nel mezzo del cammin’: “Temed. No temáis. Haced lo uno y lo otro en todo. ¿Qué son Amor y Muerte, Sombra y Cielo, Juego y Virtud? Son uno. Solo uno. Armonía” La línea de sombra de la obra, valga el símil conradiano, deja lugar para una cierta esperanza. Y así, aparece una idea demoledora_ “La vigilia será larga. La Idea del amor…” Magistral. Siempre acertado. Siempre estimulante. Otro volumen más para el esencial anaquel de los Libros Luz.