“La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia”, afirma uno de los personajes de la última novela del checo-francés Milan Kundera, texto más que breve aparecido este año tanto en francés como en castellano (aunque en Italia se adelantó y fue conocido a fines del año pasado). Un relato humorístico y hasta frívolo, que busca expresar lo banal y eludir lo solemne aunque en sus entresijos campeen las ideas de la soledad y la muerte.
Desde hace años, el autor nos viene hablando de la “levedad” del ser, de la pequeñez, de lo ambiguo y pasajero que implica lo humano. Ahora, en breves pinceladas y con pretextos mínimos, acentúa esa su visión escéptica sobre la fragilidad y casi podría decir la sinrazón de la existencia. Pero lo hace con pasos de comedia, sin ánimo de acentuar la tragedia. Como un “anti”-Bergman, podría decirse.
En “La lentitud”, novela de 1995, su esposa Vera –devenida en personaje- le comenta en uno de sus pasajes: “Me has dicho muchas veces que un día escribirías una novela en la que no hubiera ninguna palabra seria. Ten cuidado, tus enemigos acechan”. Con “La fiesta de la insignificancia” y a los 85 años, Kundera ha cumplido con sus propósitos. Y, de verdad, no parece haber tenido en cuenta a sus presuntos o reales enemigos. Ha escrito a su antojo, con total libertad, como diciéndole al lector: o lo tomas o lo dejas.
Alain, Ramón, D’Ardelo, Calibán, son los amigos que deambulan por esta novela –más estrictamente nouvelle o relato largo-, con sus reflexiones, su participación en una fiesta, sus problemas, emocionales y amorosos. El non sense prevalece en muchas de sus páginas, mientras Kundera observa a un mundo colectivo, uniformado, en el que el individuo se diluye y todo parece volverse repetitivo. Repetido.
El ombligo y la marcha del mundo
En rigor, “La fiesta de la insignificancia” no presenta una historia sino estampas que a su vez le permite a Kundera reflexionar sobre la vida. La vida más actual, en la que ese individuo que tanto ha defendido, aparece hoy diluido en la uniformidad. Uniformidad que Alain ve resumida en la exhibición que, de sus ombligos, hacen las jovencitas.
Las mujeres, considera Alain (considera Kundera), tenían sus particularidades eróticas en muslos, pechos y nalgas, pero el ombligo, tal como se lo exhibe hoy, anula lo individual, uniforma. Así, comenta: “Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, de la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no sólo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo”. (p.129).
Se genera una cierta contradicción entre los evidentes propósitos de “La fiesta de la insignificancia”, casi transparente en ese sentido, con aquello que alguna vez Kundera le dijera a Philip Roth, esto es que “una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes”.
Claro, mucha agua ha corrido bajo el puente. Kundera concedió escasísimas entrevistas luego de sus dos diálogos con el novelista norteamericano, hasta que, hace ya mucho tiempo, simplemente dejó de hacer declaraciones. Desde aquellas declaraciones han pasado más de treinta años y el autor checo-francés parece haber querido decir aquí (casi) sus últimas palabras. Y de una manera muy explícita.
Recuerdos de la dictadura
En el libro, de manera un tanto sorpresiva, se recuerda una anécdota que el dictador José Stalin contaba a sus colaboradores. Según les narraba, un día salió a cazar, encontró veinticuatro perdices en un árbol, mató a la mitad y se quedó sin proyectiles. Entonces regresó a su casa, cargó de nuevo la escopeta, regresó al lugar donde estaban las perdices y mató a las restantes.
Obviamente, era una burla que gastaba a sus seguidores, quienes no podían objetar al dictador nada de lo que contaba. Lo hacía para medirlos, lo hacía para indignarlos. Lo hacía para humillarlos y demostrarles que él tenía todo el poder. Y que de esa manera debía vivirse, aceptar lo que imponía el mandamás y enmendar la historia toda vez que fuera necesario.
La uniformidad que supone la dictadura (y que tanto debió soportar Kundera hasta que debió exiliarse a Francia, a los 46 años), de una cierta manera repercute en la lectura de la uniformidad que hace el narrador respecto de nuestro momento más actual, pero al mismo tiempo, nos dice, nada termina siendo fundamental. Aceptémonos como somos, en nuestra intrascendencia, en nuestra condición efímera. En nuestra profunda e inamovible insignificancia.
En el texto, Kundera ha buscado condensar los temas que centraron su obra, esto es la sexualidad, el amor, la banalidad de los grandes discursos, lo efímero de la condición humana. Lo ha hecho de manera sintética, casi como un juego que no pocos han celebrado. En lo personal, y por tratarse de su probable “testamento”, hubiera querido otra cosa. O, en todo caso, hubiera deseado mucho más.
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