El año Modiano se ha terminado, y en él hemos asistido al habitual despliegue editorial alrededor de la obra del Nobel de turno, con la consiguiente recuperación de antiguas ediciones o la publicación de textos no traducidos anteriormente. Una tarea que, en este caso, resulta fácil por la fecundidad literaria del francés, tanto como satisfacer la curiosidad del neófito por la brevedad de sus textos; reclamo tentador para esos no iniciados que creen poder despachar la lectura obligatoria del momento con un acercamiento puntual, sin saber que pueden quedar atrapados en ese universo atemporal de las calles de París por las que deambulan hombres y mujeres que, al intentar recordar y reconstruir el pasado, se hacen conscientes de su evanescencia, de su deleble huella.
El narrador de ‘Accidente nocturno’, uno de esos textos inéditos hasta ahora en castellano, recuerda, treinta años después, la noche de su juventud en la que fue golpeado por un vehículo, con cuya conductora compartió unas horas extrañas ante la presencia de un oscuro individuo para acabar despertando en la soledad de una silenciosa clínica. Unos sucesos que el protagonista interpreta como el punto de inflexión que su vida necesitaba, y que le permiten, mirando hacia ago desde el presente, hacer inventario del tiempo anterior al accidente.
De esa forma, rescata la figura del doctor Bouvière, representante de los guías intelectuales de los sesenta, al que conoció en sus azarosos desplazamientos nocturnos; y la de su propio padre cada vez más distante y solitario. Ese desapego afectivo tiene su correspondencia física en el alejamiento progresivo de sus residencias, un ejemplo más del empeño del autor en entrelazar las topografías interiores de sus personajes con las de la ciudad que no cesan de recorrer.
Los locales en los que Bouvière se rodea de sus acólitos, entre los que el narrador encontrará la posibilidad de una historia de amor, son otra constante en la obra de Modiano. Funcionan como islas de calor y reposo en las que detenerse durante la larga exploración nocturna; como el que acoge las reuniones en ‘El café de la juventud perdida’. Son reminiscencias de aquel que su maestro Raymond Queneau dibujara en la novela ‘Los últimos días’, y que forman parte ya de la imagen de la ciudad más literaria.
Voces que vuelven del pasado, vecindades inesperadas, unos libros de Bouvière encontrados casualmente en los puestos del Sena después de muchos años, se confabulan, de forma inquietante, para remover los recuerdos de un tiempo en que el protagonista creyó llegado el momento de poner orden en su vida. Pero para eso consideraba vital la información que, sobre su pasado, pudiera aportarle la mujer del accidente cuyo rostro creyó reconocer, y que le permitiría conseguir una base sólida desde la que despegar hacia un futuro abierto.
Con esos presupuestos se embarcará el joven avatar del narrador en una búsqueda obsesiva que le llevará, arrastrando con él al lector, a callejones en los que se para el tiempo, a encuentros oníricos con otros habitantes de la noche, o a la posibilidad de saltar a un mundo paralelo al volver la esquina. Todo un despliegue esperanzado de energía que el autor, siempre fiel a sí mismo, contrasta con el desencanto de la versión madura del protagonista, alguien que considera inútiles los esfuerzos para reconstruir la propia historia, inevitablemente obstaculizados por la acción corrosiva del olvido y por los engaños de la memoria.
En definitiva, todo el arsenal del autor francés al servicio de un texto vibrante y absorbente. Así que, si aún no se ha expuesto al virus Modiano, tenga cuidado con ‘Accidente nocturno’: es uno de sus portadores más peligrosos.