La editorial Turner ha inaugurado nueva colección para, dice, dar cabida a historias inverosímiles, voces nuevas o textos experimentales: El cuarto de las maravillas. Lo ha hecho con ‘La comemadre’ del argentino Roque Larraquy, un texto con tal aire de rareza, portento y excentricidad que no cabe sino considerarlo como objeto indispensable para ese catálogo alternativo. Y como en esas carpas donde se exhibían monstruos vivientes y deformaciones antinaturales, Larraquy hace de maestro de ceremonias de una función cargada de crueldad pero que el humor y la ironía convierten en simplemente delirante.
Separadas por un siglo de distancia, las dos partes de la novela inciden en los excesos a los que puede conducir la búsqueda descontrolada de notoriedad o espectáculo, tanto en el campo de la ciencia como en el del arte: las dos formas más humanas de expresión. La primera parte se desarrolla a comienzos del siglo XX en un sanatorio de la provincia de Buenos Aires. Allí, un grupo heterogéneo de científicos se dispone a investigar qué ocurre en esos nueve segundos durante los cuales, dicen, una cabeza separada de su tronco aún sigue con vida. Quieren, así, tener noticias de primera mano del más allá. Los voluntarios para el experimento los encuentran entre enfermos terminales de cáncer a los que han atraído con falsas promesas de una curación que, los mismos médicos, acabarán por descartar.
El carácter ingenuo y siniestro de clásicos de la ficción científica como ‘La cabeza del profesor Dowell’ de Aleksandr Beliaiev, deviene aquí en lúdico y mordaz por obra de un estilo sincopado, con cambios de ritmo que conducen a la sorpresa de un requiebro o al abrupto final de una frase. Pero además, Larraquy se asegura el efecto festivo del texto con las peripecias de unos personajes más interesados en llamar la atención de la enfermera jefe que en trascender los límites del conocimiento.
En la segunda parte, el narrador es un reconocido artista multimedia que conforme corrige el borrador de una tesis sobre su figura, nos va dando a conocer su biografía. Se nos informa, así, de una precoz habilidad para el dibujo y de un sobrepeso desmesurado que, además de presentar al protagonista como doblemente prodigioso, lo arroja a una adolescencia marginada. Su producción artística iniciada con la exhibición de un niño de dos cabezas, continuará su morboso desarrollo incluyendo extremidades humanas en la elaboración de instalaciones efímeras cada vez más exigentes, cuya compleja inutilidad recuerda a la de los extraños artefactos descritos por Raymond Roussel.
Poco a poco iremos encontrando conexiones tanto entre los protagonistas de las dos partes del texto como entre las obsesiones que los mueven, como esa tendencia al uso fraccionado del cuerpo humano, ya sea mediante vivisección o amputación, o el repetido legado de unas ranas metálicas en cuya consideración de juguete para ciegos creyó ver el joven receptor una insinuación sobre su futuro. Pero el más inquietante de los vínculos es la presencia reiterada de la comemadre, una planta que produce larvas microscópicas capaces de devorarlo todo casi sin dejar rastro, y que viene a solucionar el problema de la acumulación de cuerpos en el sanatorio y a facilitar la desaparición de víctimas de la mafia.
Como ven, un argumento enloquecido pero lleno de sugerencias y quiebros, tan desquiciado como alguno de Boris Vian o Flann O’Brien, y al que el lenguaje con toque porteño de Larraquy convierte en un texto singular y sorprendente.