El primer libro de Julia Viejo es, entre otras cosas, un certero muestrario de soledades, desde la privada a la compartida, desde la que es causa de marginación a la que es consecuencia de esta. Y eso que parece tan triste es, en realidad, una sorprendente fiesta para el lector que recorre los breves textos de En la celda había una luciérnaga, unos relatos plenos de madurez, inteligencia y sentido del humor.
Este último rasgo actúa a veces como lenitivo, como bálsamo, porque, como afirma uno de los personajes, “aquello con lo que más bromean las personas es en realidad lo que más les preocupa”. Encontramos así al periodista de ‘Bosques hoy’ entrevistando al personaje que vive dentro de un árbol mágico y que solicita, en vano, confidencialidad. O a la vendedora de seguros de suicidio que, en ‘Segurísimo’, se plantea retirar la oferta ante la evidente falta de ganas de vivir de su abandonado interlocutor. Pero también podemos leer la publicidad, en ‘Idealista’, de una tumba con todas las comodidades, y el atestado de la muerte accidental, por una lata de refresco, del productor de un anuncio en ‘Cherry Coke’.
A veces Viejo nos descubre alucinadas estrategias o extravagantes correrías que sus personajes inventan para maquillar esa soledad. Como la aventura nocturna que, en ‘Churros’, protagonizan una pareja de ancianos, o ‘La siembra del rayo’ que una madre lleva a cabo con su hija mientras el marido se queda en casa “como un frigorífico abandonado con comida dentro que se va pudriendo poco a poco”. Impulsivas, desesperadas decisiones que pueden conducir a compartir un inesperado fin de semana con una cajera en un solitario ‘Hipermercado’.
El lector no puede sino sumergirse expectante en cada nuevo texto, entregado a la imaginación de la autora y a un estilo cuya calidez convierte a cada relato en un acogedor e insospechado refugio. Son los detalles, familiares unos, reconocibles otros, los encargados de la textura, de la consistencia de la narración, mientras que la voz narradora refuerza la cercanía de los personajes.
También hay aquí algún fantasma, un par de náufragos, una joven pareja que cree reconocer en un balneario a su réplica futura, o un indigente que recorre Madrid una y otra vez en un Circular. No faltan tampoco textos más ambiciosos en los que dejar patente la futilidad de algunos gestos o la ridiculez e ingenuidad de otros, pero tanto estos como los que resultan más inquietantes quedan finalmente matizados por la ironía de la autora.
Me refiero en este último caso a relatos como ‘El menú del fin del mundo’ o ‘Una patata’, en los que incluso el viaje definitivo resulta más tolerable en buena compañía. Y sobre todo al que cierra el volumen, ‘La España vaciada’, en el que un intrigado policía interroga al único habitante de un pueblo tras oír un sospechoso mensaje en su receptor.
En definitiva, un libro refrescante y consolador, una forma de iluminar los rincones más oscuros de la soledad.
Rafael Martín