Cuando en 2003 las tropas de la Coalición llegaron a Bagdad, se produjo uno de los mayores expolios culturales de los últimos tiempos. Sin vigilantes en el Museo Nacional de Irak, con la connivencia o pasividad del ejército americano y el ojo selectivo de unos ladrones bien aleccionados, se robaron miles de piezas de ese valioso patrimonio que acostumbramos a admirar en libros de Historia o de Arte. Entre las piezas más famosas estaba el casco dorado del rey sumerio Meskalamdug, de unos 4500 años de antigüedad, representado en la portada de El casco de Sargón, la primera novela de Jorge Benítez.
En la ficción, el casco robado se supone dos siglos posterior a aquel, y perteneciente al rey acadio Sargón I, el creador del primer gran imperio mesopotámico. Su parecido con el sumerio se atribuye a cierta reverencia del conquistador semítico hacia sus ilustres súbditos. Esa diferencia con el objeto histórico le proporciona, paradójicamente, verosimilitud a la narración, mientras que, de alguna forma, la distinta extracción social de algunos de sus personajes viene a replicar la de aquellos antiguos pueblos.
Porque Javi y Ventura se han criado en Barberá del Vallés, en el extrarradio de Barcelona, como el propio autor, pero además en el seno de familias inmigrantes, mientras que los compañeros de Ventura en el Departamento de Historia de la Universidad pertenecen a la burguesía catalana. No se trata, en todo caso, de recrear estereotipos, sino de caricaturizarlos y, de paso, hacer lo propio con el arribismo y la competencia sanguinaria en el mundo académico.
Por su parte Javi ha encontrado su camino en el ejército para, pasando por los Balcanes e Irak, volver con una doble carga: la de sus traumas y la de unas reliquias sustraídas del Museo Nacional. Después de años de separación entrará en contacto con Ventura para obtener información sobre el casco que ahora está en su poder.
Pero Benítez no se va a limitar a denunciar “el expolio petrolífero y cultural de un país no implicado en los ataques al World Trade Center”, ni a las mafias del tráfico de antigüedades, sino que va a recurrir a una divertida mezcla de géneros que convierten a su novela en un inesperado y sorprendente hallazgo.
Y es que Ventura, para hacer más atractiva su asignatura Crisis del Nacionalsocialismo, explica a sus alumnos el interés de la jerarquía nazi en ciertas teorías esotéricas y, en su visita al Museo de Pérgamo de Berlín, seguirá la pista de un casco desenterrado por arqueólogos alemanes en la década de los treinta. Al género de aventuras se unen el de campus, el bélico, el de espías o el noir, porque aquellos que encargaron el robo no se van a resignar a perder su botín.
En paralelo con la acción principal, Benítez, recurriendo a un tono costumbrista y de denuncia social, nos pone al tanto de la vida de los dos amigos adolescentes antes de que sus caminos se separasen, de la existencia de un amor compartido, de la crisis del ladrillo que deja sin trabajo a Javi, de la ley del suelo de la Administración Aznar, o de la publicación local de tonos amarillentos OK Vallés.
Y bajo todo eso, el texto contiene una reflexión implícita sobre el poder de la ficción para “mantener la Historia viva”, y una llamada de atención sobre la fascinación que sentimos ante la obra de arte o el objeto histórico originales. Puede parecer ambicioso, pero el resultado de engarzar tantas piezas dispares es tan sólido como brillante.
Rafael Martín