En su ensayo Contra la distopía, Francisco Martorell señala los peligros de un género que contiene la semilla de la desesperanza, la resignación y la desmovilización. La superabundancia de sus manifestaciones unida al machaqueo de los informativos generalistas es el caldo de cultivo de un miedo paralizante y de la búsqueda de una seguridad ficticia, a la medida del sistema. Al abogar por el mensaje utópico, Martorell está afirmando que “las representaciones de la resistencia y la indignación deben forjar descripciones inteligibles y nítidas de la sociedad alternativa”.
Isaac Rosa, que ya estaba en esa línea, ha obtenido el Premio Biblioteca Breve con una novela que no se conforma con mostrar el lado oscuro de una sociedad al servicio del mercado, sino que también muestra la caída de apologistas advenedizos y, sobre todo, un posible camino a seguir, una opción de futuro. Si con los relatos de Tiza roja Rosa desplegaba ante el lector una suerte de manual de insubordinación, las ingeniosas instrucciones de uso de nuestra capacidad de intervención, con Lugar seguro proporciona, sin menoscabo de la historia narrada, un manifiesto al servicio de esa insurgencia que cree que aún estamos a tiempo.
La novela es un texto en segunda persona donde el receptor del discurso es el padre senil del narrador. Aunque, debido a su deterioro, aquel apenas da muestras de comprender, su hijo se empeña en relatarle los acontecimientos del día mientras le culpa de sus fracasos y penurias al haber manchado el buen nombre de la familia. Y es que el fulgurante ascenso de su progenitor como propietario de una cadena de clínicas dentales, acabó en desastre y en cárcel cuando los inversores, que solo buscaban blanquear su dinero, se retiraron del negocio.
Después de emprender sin éxito varias empresas, el narrador se encuentra ahora inmerso en la venta, a precios populares, de refugios subterráneos. Cree que es el momento de aprovechar el ambiente de miedos, recelos e inseguridad que los medios amplifican para llevar a las clases medias aquello de lo que ya disfrutan en algunas residencias de lujo. Mientras, mantiene la ilusión de que su padre, en un golpe de lucidez, acabe llevándole al lugar donde, quizás, escondió su botín.
Rosa pone en boca de la ex del protagonista los argumentos que, para certificar nuestra naturaleza solidaria, ha desarrollado Rutger Bregman en su libro Dignos de ser humanos. Lo que aquella asegura es que no necesitamos búnkeres, porque en momentos de catástrofes y calamidades lo que surge no es la violencia de las películas y telediarios, sino la ayuda mutua. Es en lo colectivo, en la cooperación, donde hay que buscar la seguridad.
El panorama familiar queda completo con la prometedora tercera generación: el hijo del narrador apuntaba maneras desde que, en el colegio, promovió una rifa clandestina y un negocio alrededor de las tareas escolares. Metido ahora, de adolescente, en asuntos más turbios, acompaña ese día a su padre a un barrio marginal donde este pretende colocar su producto. Allí, sin embargo, se encuentran con una infraestructura de ayuda promovida por los ecomunales, el floreciente grupo de activistas que aboga tanto por potenciar la vida rural como por ruralizar las ciudades mediante huertos sostenibles.
Rosa utiliza la invectiva del narrador contra estos grupos para mostrar sus logros, estrategias, aspiraciones y propuestas, sin olvidar hablarnos también de los preparacionistas, aquellos que, en las antípodas de los anteriores, apuestan por una defensa individual ante el apocalipsis que profetizan.
En definitiva, un texto que, a través de una voz llena de resentimiento y desprecio, aspira a provocar un cosquilleo de esperanzas en el lector, recordándole que nuestras acciones individuales importan y se potencian junto a las de los demás, que hay vida más allá de tanto distópico augurio.
Rafael Martín