A lo largo de toda su obra Eduardo Halfon ha ido desplegando historias perfectas, como quien abre puertas a estancias luminosas. Esa luz, que hace tan nítidas las imágenes, los gestos, las palabras que en ellas se muestran, es su estilo preciso y limpio, mientras que los pasillos que va recorriendo son los de su propia memoria. A veces, las puertas quedan abiertas cuando sale de esas historias, quizás para volver más tarde o en otro texto. Pero también puede ocurrir que prefiera no hacerlo, que simule olvidarse.
Todo eso es lo que da a sus textos una apariencia fragmentaria, inacabada, la que resalta uno de los personajes de Canción, su última y recién premiada novela, cuando, para defender al propio autor de un discurso un tanto inconexo, afirma “que lo mismo hacía Halfon cuando escribía, que todas sus historias parecían extraviarse y no llegar a ninguna parte”.
Pero pocas obras resultan tan coherentes y honestas en su afán de encontrar, en un pasado familiar, las razones del dolor y la culpa y, a la vez, de mitigar el desarraigo del propio autor: nacido en Guatemala, a los diez años se trasladó con su familia a Florida, y desde entonces no ha dejado de cambiar de residencia cada cierto tiempo.
Reconstruir el pasado, buscar en él cimientos sólidos para la propia identidad es, sin embargo, una tarea llena de trampas y sorpresas, Por eso Halfon se acerca a veces a sus recuerdos cuestionándolos, dudando de que realmente escuchara o interpretara correctamente cierto comentario, de que lo que le cuenta su interlocutor no esté viciado por su propia desmemoria. En otros momentos, por el contrario, aquellas escenas del pasado aparecen con la nitidez cegadora de una verdad incuestionable. También nos cuenta Halfon lo que pensó decir y no dijo, lo que pudo ser pero no fue. Una forma helicoidal de narrar que, acompañada de rítmicas repeticiones, puede adquirir la musicalidad de una salmodia.
En ese rastrear obsesivo se imponen las figuras de sus dos abuelos. El materno, judío polaco, sobrevivió a varios campos de concentración. El otro, judío libanés, a un secuestro por parte de la guerrilla en Guatemala. Son este personaje y este suceso los que se desarrollan en Canción.
Se abre y se cierra el texto con el relato de la equívoca participación del autor en un congreso de escritores libaneses en Tokio, incluyendo su particular lost in translation con un miembro del séquito de la universidad. Entre medias explotan los recuerdos de infancia en la mansión de sus abuelos: su tío abuelo leyendo los posos de café la noche en que la casa se llenó de soldados. O nos relata sus intentos de arrojar luz sobre aquel secuestro por parte de un comando que contaba entre sus miembros con el apodado Canción, un personaje siempre presente en las acciones más sangrientas.
La narración de aquel suceso se alterna con la de la impaciente espera en un bar por parte del protagonista, cuya desazón se transmite al lector acrecentada con la descripción de la situación política en el país: la corrupción y la violencia imperando desde el golpe de estado promovido, al sentir amenazados sus intereses, por la United Fruit Company, cuyo consejo de administración contaba con varios miembros del gobierno norteamericano.
Si Canción, por su brevedad, nos sabe a poco y quisiéramos acompañar a Halfon en sus indagaciones sobre el otro abuelo, podemos recurrir a su relato ‘Oh gueto mi amor’ incluido en Signor Hoffman, o al multipremiado Duelo si nos intriga saber qué hay tras la muerte, cuando aún era un niño, del hermano de su padre. Hablamos, en fin, de textos que conmueven, que golpean, pero en los que, sobre todo, resplandece el impecable estilo de su autor.
Rafael Martín