Hay novelas policíacas que consiguen asomar la cabeza entre la asfixiante multitud que las rodea, llamar nuestra atención y, finalmente, cumplir con las expectativas creadas. Eso, que no es fácil, suele ocurrir porque aportan algo distinto que las singulariza, que les permite sacudirse, sin forzados aspavientos, el polvo del camino trillado. Pueden conseguirlo con una ambientación original, unos personajes atractivos o unas vueltas de tuerca inesperadas a temas conocidos. Y esto último es lo que propone Graham Moore en su nueva novela.
‘La jurado 272’ es un thriller legal que resulta de agitar una mezcla de ‘Doce hombres sin piedad’, ‘Matar un ruiseñor’ o ‘Testigo de cargo’. Moore se la ofrece a un lector confiado, contra toda lógica, en un resultado, si no inocuo, al menos controlable. Pero las sorpresas explosivas, los giros inesperados y el final impactante son tan embriagadores que auguran para el cóctel una inevitable versión en pantalla grande o pequeña, no sabemos si a la altura de las de sus componentes.
Aprovechando el décimo aniversario del juicio que, tras meses de sesiones y deliberaciones, dejó libre al joven negro acusado de la muerte de una de sus alumnas, una avispada productora televisiva ha logrado reunir a los componentes de aquel jurado cuya decisión final causó una enorme conmoción social. Porque la alumna era la hija de un magnate, dueño de gran parte del centro financiero de la ciudad de Los Ángeles, y porque las pruebas, incluyendo unos comprometedores y escabrosos mensajes, no parecían ofrecer dudas sobre la culpabilidad del acusado. Aunque sí para Maya, ahora convertida en una famosa abogada, que consiguió convencer a todos sus compañeros de la inexistencia de certezas suficientes para un veredicto en ese sentido.
Maya mantuvo, en aquel tiempo de aislamiento forzoso, una relación, legalmente inapropiada aunque de corto recorrido, con uno de sus compañeros de encierro, el que ahora, insatisfecho con el acuerdo alcanzado entonces, pretende haber obtenido nuevas pruebas inculpatorias que hará públicas en la reunión.
Todo se complica cuando aparece el cadáver de uno de los convocados, y los que en su momento decidieron sobre la suerte de un acusado se vuelven ahora sospechosos del nuevo crimen. Ese giro va a dar a Moore la excusa para mostrarnos las vidas de un grupo heterogéneo que pretende ser exhaustivo en su intento de representar a una sociedad entera, todo un muestrario de razas, religiones, preferencias sexuales, ocupaciones profesionales o configuraciones familiares.
Al lector se le va proporcionando información sobre sus secretos, inclinaciones, prejuicios y dramas personales en un intento de implicarlo en la investigación, mientras se intercalan pertinentes flashbacks en el relato de la angustiosa búsqueda, por parte de Maya, de nuevos indicios que puedan ayudar a resolver ambos crímenes.
Moore abandona toda contención cuando se trata de meter el dedo en la llaga de una sociedad del espectáculo sin escrúpulos. Una sociedad en la que los medios aprovechan cualquier conflicto, personal o colectivo, para hacer caja, y cuyos dirigentes no dudan en subirse, hipócritamente, al carro de la indignación. Así, se juega impunemente con la violencia de género, la cuestión racial, las penas por pederastia o con cualquier asunto que ofrezca un mínimo de rentabilidad, económica o política.
Aquí están presentes todos esos problemas y algunas de las causas que los perpetúan: el silencio ante el maltrato o ante el abuso, la violencia policial, la marginación. Pero también se nos muestran las debilidades y contradicciones de un sistema judicial en el que los jurados pueden ser reos de la intoxicación mediática, y en el que no siempre la verdad es la mejor defensa.
Rafael Martín