Por José de María Romero Barea
La reputación de un autor descansa en su escritura, sus alturas conceptuales, sus profundidades abisales, una verticalidad que involucra constelaciones emocionales o redunda en su propio conocimiento: “Si bien Scruton se consideró a sí mismo un escritor continental en el alcance y la naturaleza de su impulso”, sostiene el filósofo Anthony O’Hear (1942, Cleethorpes), en su artículo homenaje al recientemente fallecido pensador británico, “también repudió la estudiada oscuridad y sobre todo el carácter transgresor de filósofos europeos del estilo de Foucault, Derrida, Deleuze y Badiou”.
Contra el individualismo estético de nuestra era, el yo de Roger Scruton (Lincolnshire, 1944 – Brinkworth, 2020) se forma a sí mismo en relación con la experiencia de “los seres humanos sujetos a las demandas de la moral”, según el Profesor de Filosofía en la Universidad de Buckingham, “permeables a la experiencia de la belleza, en áreas en que operamos lejos de los postulados de la ciencia”, lo que nos permite convertirnos en seres éticos al separarnos de nosotros mismos, al obligarnos a vivir de acuerdo a las asimetrías de la insatisfacción, del ser sabiendo, frente al imperativo de expandir el conocimiento.
¿Es posible la sabiduría sin la experiencia del otro? Reivindica el director honorario del Royal Institute of Philosophy, en su microensayo para la revista británica The Critic, de febrero de 2020, un neo-helenismo ilustrado en que la alegría pura de la existencia reemplace a las continuas lamentaciones. Volver al autor de La estética de la arquitectura (Alianza, 1985), significa regresar a un conservadurismo comprometido que nos alivie de la necesidad de sociedad, que “nos permita ver al otro no solo como un individuo sino como integrante de un mundo dotado de significación, al trascender los conceptos y las definiciones meramente científicas”, liberándonos así de la presencia y presión constantes del altruismo. Favorece el exégeta de El anillo de la verdad (Acantilado, 2019) un musical individualismo, “no solo a base de notas, sino de personalidades, sentimientos y actitudes, puras y abstraídas de las circunstancias contingentes”, que alientan positivamente el autoconocimiento.
“Como individuos”, sostiene O’Hear, “aspiramos al enraizamiento ontológico (el concepto es de Simon May), a la dependencia de otro u otros, de pertenecer a un lugar y una comunidad, para una completa autorealización”. Es solo a través de esa experiencia estética que el editor fundador de The Salisbury Review, según el estudioso de Karl Popper (1980), se convierte en sí mismo, al profundizar en lo que incansablemente llama una subjetividad definida por la transfiguración de la otredad, un pensamiento profundamente generoso, que transforma el pasado a través de un proceso de sublimación estética.
Es aquí donde el miembro de la British Academy encuentra una conexión íntima entre arte y expresión, “en la consciente imposibilidad de ver el rostro del hacedor en el rostro de lo creado (…) en la necesidad de una transcendencia que dé cabida a nuestros sentimientos más profundos, así como a consideraciones filosóficas sobre el arte, la arquitectura, la política o la vida, humana o natural”. El malogrado integrante de la Royal Society of Literature de Londres sería así el filósofo por excelencia al mostrar el interior a través del poder de la imaginación, a través de la transfiguración del sufrimiento en una pasión que se crea a sí misma al articular un dolor sin voz.
Sevilla, 2020