De José de María Romero Barea
Dotada de urgencias informativas, la grafomanía “teoriza en el suicidio de la literatura el rechazo a la tradición atesorada durante años”; fascinada por el recuerdo, una exégesis entre la historia y el olvido (“un examen de conciencia (…) desde la soledad donde la otredad es comprensible desde la filantropía”). Se aúnan los rigores de la investigación con los de la imaginación en el ensayo Vicente Núñez y el suicidio de las literaturas (Fundación VN, Ayuntamiento de Aguilar de la Frontera, 2020), un análisis sentimental de la metodología del añorado poeta cordobés (1926 – 2002), una instantánea de “la electricidad que transmite y unifica, donde las emociones producen un ritmo que hace fluir la vida”.
Aforística la lírica del creador vinculado, junto a Pablo García Baena, Ricardo Molina o Julio Aumente, al Grupo Cántico, donde “dos símbolos se enfrentan por englobar a todos los demás: uno tiene a destruir el yo poético, y está en el tema del exilio. El otro es un símbolo del aire que procura su supervivencia y lleva por la belleza a la salvación de ese yo”. Abunda en anecdotarios una sabiduría que acecha bajo el juego de palabras del humanista andaluz Rafael Gómez Gago, un homenaje morosamente considerado al vate de “la improvisación, del usar la máscara de juglar, del utilizar el lenguaje vivo, lleno de dichos de los otros, de los seres anónimos, de los poetas que admiraba”.
Sostiene Gómez Gago que en el autor de Elegía a un amigo muerto (1954) comparece la naturaleza con su dicción destilada, victoriosa del combate entre la maravilla y el barro, “la lucha del ser vivo con un lenguaje tirano que lo aparta de la vida, que es su muerte”, un forcejeo sustentado por palabras precisas pero sugerentes, por versos sonoros pero afilados, discípulos de “Cioran o Kierkegaard (…) maestros de la paradoja y la contradicción, que aborrecieron la esclavitud supersticiosa de la coherencia”. Los Poemas ancestrales (1980) del filósofo aguilarense destilan tiempo, belleza y ambivalencia emocional en un único gesto aclaratorio de ritmos controlados, de urgencias liberadoras.
Inclusivo, no exclusivo, el Premio Medalla de Plata de las Letras Andaluzas 1990 se enmarca “en lo ilegible del texto [donde] lo aleatorio de la interpretación hace de la incertidumbre algo habitual, el lugar donde se dibuja y se desdibuja un sujeto poético en el anonimato”. Se alternan sobreintelección y confesión en un artefacto accesible, a pesar de su sofisticación, abierto a espacios interpretativos. Las composiciones del Premio Nacional de la Crítica por Ocaso en Poley (1982) surgen tentativas, invocan una verdad que busca ser veraz: “Desde la epistemología el poeta halló el silencio como origen de la palabra, y desde la Fenomenología huyó del artificio de la tradición”.
A base de susurros, secuelas del mutismo, “la rotura del sentimiento del deseo no alcanzado”, concluye el doctor por la Universidad de Córdoba en el prólogo, “[que] desemboca en el (…) absurdo, en la paradoja, en la destrucción de la propia tradición literaria, de la lógica clásica y del sujeto poético”, una visión, en definitiva, omnicomprensiva del destino que impulsa toda una exploración “que descubre su mortalidad y no busca la trascendencia”, una disciplina al servicio de una voz sometida al control y la exposición, donde se mezcla lo privado y lo público, la del Premio Andalucía-Luis de Góngora y Argote de las Letras 2002, “ese juglar, ermitaño y visionario, un poeta que es figura indispensable del imaginario poético futuro”.
Sevilla 2020