El libro con el que la reciente Premio Nobel, Olga Tokarczuk, ganó el Man Booker Internacional a la mejor obra traducida al inglés en 2018, tiene una apariencia cambiante. Podría recordar inicialmente un libro miscelánea, para luego estructurarse como una serie de relatos sabiamente administrados y engarzados en una cadena de breves reflexiones. Pero, al poco, descubrimos dos corrientes principales cuyas cuencas drenan el texto recogiendo el flujo de ideas, historias o especulaciones que la narradora va aportando.
Una de esas corrientes se nutre del concepto de viaje, de su sentido profundo y de su apariencia superficial, en ocasiones grotesca. La otra tiene que ver con las diversas representaciones de la anatomía humana, las que, con variadas técnicas, dejan ver sus interioridades y aquellas que se recrean en su aspecto externo, a veces mórbido.
Las tendencias viajeras de la narradora quedan patentes desde la inicial partida del hogar familiar, y se confirman con su anecdotario de experiencias internacionales. Las reflexiones más sutiles las proporcionan las conferencias sobre psicología del viaje a las que, junto a otros pasajeros curiosos o aburridos, asiste aquella en diversos aeropuertos. Pero es en las historias, a veces suministradas en entregas, donde Tokarczuk deja fluir su escritura para arrastrar al lector. Así ocurre con el inquietante relato de la búsqueda de una madre y su hija extrañamente desaparecidas mientras hacían turismo en una isla croata, y con el del crucero por las islas griegas en el que imparte doctas conferencias un anciano profesor acompañado por su más joven esposa, o con el del viaje desde Nueva Zelanda al continente europeo de una mujer que decide atender la llamada de un viejo amigo enfermo.
También desde un comienzo, la narradora deja patente su atracción por esas cámaras de las maravillas o museos del horror donde se exhiben deformidades, caprichos de la naturaleza y monstruosidades varias. Se trata de una oscura tendencia humana ilustrada en algunas pinturas del surrealista Paul Delvaux, obsesionado con las vitrinas del Museo Spitzner, y que arrastra a curiosos ávidos de espanto hacia las barracas de feria de Flannery O’Connor o Eudora Welty, barracas que podrían servir tanto para mostrar al Hombre Elefante de David Lynch como a los Freaks de Tod Browning.
Algunos de los textos de ficción que evidencian este síndrome de la narradora son históricos. Tokarczuk recrea las supuestas cartas de la hija de un sirviente negro del Emperador Francisco I, en las que le reclama la devolución del cuerpo de su padre que aquel exhibe disecado en su museo. Y serán los orígenes de la Kunstkamera de San Petersburgo los que, en otras historias, permitan a la autora retroceder hasta los Países Bajos del siglo XVII para asistir a una magistral lección de anatomía o a la sufrida existencia del anatomista Philip Verheyen, estudioso compulsivo de su propia pierna amputada.
Pero el viaje también puede ser ese incesante desplazamiento, a través de la red de metro de un Moscú policial, por parte de la protagonista de otro de los relatos, mientras que la fascinación por el cuerpo humano como objeto de exhibición, llega hasta el presente a través de la moderna técnica de la plastinación, que permite mostrar, con toda minuciosidad, sus más recónditas estructuras. Para la narradora, la escritura es un proceso similar a la plastinación, capaz de inmortalizar con las propiedades conservantes de la palabra.
Y, finalmente, para explicar ese incontenible impulso viajero que empuja a tantos hacia una cola de embarque, le basta fijarse en las amables sonrisas de las azafatas, en las que encuentra “una promesa de que quizá volvamos a nacer y esta vez será en el momento y lugar adecuados”.
Rafael Martín