Cada una de las millones de personas a las que les tocó sufrir la atroz época de la Segunda Guerra Mundial tenía su historia que contar. Unos fueron víctimas, otros verdugos y desde su particular situación en el tablero de la contienda, cada uno hizo lo posible por sobrevivir. Conocemos muchas narraciones de víctimas, sobre todo las que lo fueron del brutal régimen racista nazi, pero quizá sabemos mucho menos de la psicología del verdugo, a pesar de geniales aproximaciones que se han publicado en el ámbio del ensayo, como “Aquellos hombres grises”, de Christopher R. Browning. Este es el caso del protagonista de esta novela gráfica. El jovencísimo Marcel Grob es reclutado por las temibles SS en su Alsacia natal en el verano de 1944, cuando el panorama bélico se decantaba claramente en contra de los alemanes: en Francia acaba de producirse el exitoso desembarco de Normandía, mientras los Aliados seguían presionando en una lenta ofensiva en el norte de Italia. Mientras, en la Unión Soviética, los soldados de Stalin seguían infringiendo derrota tras derrota al Tercer Reich y se acercaban peligrosamente a las fronteras de Alemania.
Al comienzo de “El viaje de Marcel Grob”, el protagonista es un hombre anciano que ha sido llamado a declarar por joven juez. Éste comienza a preguntar a Marcel acerca de su pasado, especialmente respecto a su implicación en una de las peores matanzas de civiles sucedidas en la guerra: la de Marzabotto, un pequeño pueblo en el norte de Italia. El responsable directo de la masacre fue Walter Reder, un oficial de las SS, que fue calificado por unos de los testigos en el proceso celebrado contra él en 1951 como “un tigre vestido de hombre”. Pretendiendo castigar de manera ejemplar a los civiles que presuntamente estaban dando apoyo a los italianos, los hombres de Reder irrumpieron en Marzabotto y comenzaron a matar indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños de forma atroz. Muchos de los habitantes perecerieron dentro de la iglesia de la localidad. El testimonio de la maestra Antonietta Benni, que sobrevivió a la matanza, es muy elocuente:
“De repente un oficial de las SS abrió de par en par la puerta del oratorio y nos miró riendo. Apenas tuve tiempo para gritar: ¡Oídme, decid el acto de contrición, que nos matan a todos si explota una bomba!”, cuando fui alcanzada en una mano y me desmayé. De vez en cuando , durante todo el dia, los alemanes venían a mirarnos desde la ventana y alguno se reía. Durante la noche, murieron treinta de los nuestros. Un niño llamaba a su abuela, una mujer herida ya no resistía el peso de su marido, que había muerto encima de ella, y se lamentaba. Afuera los cerdos gruñían y roian el rostro de los otros muertos.” (Recogido de la Enciclopedia de La Segunda Guerra Mundial, Tomo 7, pag. 341, Sarpe, 1978).
Narrados por él mismo ante el juez, Marcel Grob aparece a la vez como un verdugo y como una victima de los acontecimientos. El acusado apela a la obediencia debida, a la juventud e inexperiencia con las que tuvo que afrontar aquel trance. Cabía la posibilidad por parte del soldado de minimizar en lo posible los efectos de sus acciones, pero si algún oficial advertía un atisbo de debilidad en las mismas, el soldado se exponía a ser fusilado de inmediato. El debate moral de Grob ante el juez tiene que ver con todo esto. Él considera que quien ha gozado de una vida cónmoda y pacífica y no ha tenido que afrontar tales decisiones no está capacitado para juzgar a quienes vivieron una contienda plena de horrores. Grob ha permanecido toda su vida en silencio, quizá haciendo suya aquella máxima de Nietzsche que dice: “nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”.
Las ilustraciones de Sébastien Goethals trasladan perfectamente al lector todo el horror de aquel episodio ayudado por un guión muy medido por parte de Philippe Collin. La magnífica edición de Ponent Mont pone la guinda a un cómic imprescindible que pretende ser un recordatorio (con final kafkiano) de que, como dejó dicho Hannah Arendt, el mal absoluto es algo tan banal que puede afectar a cualquiera de nosotros si se dan las circunstancias adecuadas.