Siempre he dicho que tengo suerte por tener una rutina en mi vida. ¡No, querido lector! ¡No te vayas! Quédate un poquito y te lo explico todo con calma. Sí, me gusta la rutina. No es que me apasione hacer todos los días lo mismo, pero me tranquiliza mucho saber que tengo un horario y que mi vida es lo suficientemente organizada como para poder llevar a cabo todas las cosas que me propongo. Que no son pocas.
Así que si un día me despertara y sintiera que esa rutina, esa certeza de saber a qué voy a dedicar mis energías esa jornada, ha desaparecido, creo que me volvería loca. Y os cuento esto porque ya sabéis que soy incapaz de no ponerme en la piel de los personajes de los libros que leo y era para confirmaros que esta vez no iba a ser de otra forma. Sí, no he parado de pensar en cómo sería mi vida si me pasara lo mismo que a los protagonistas de Mirando a un cielo silencioso, novela escrita por Eva Tejero Cebrián y que hoy vengo a reseñar.
Hay que partir de la base de que son varias las personas que tienen protagonismo dentro de esta historia, pero digamos que por cercanía, coincidencias y de más, con la que más he conectado ha sido con Sofía, una abogada que un día se despierta y se da cuenta de que en su cabeza, además de sus propios recuerdos, han aparecido los de otra persona. Esto no solo le ocurre a ella, es algo que empieza a ser muy común y que ya ha adquirido la categoría de «enfermedad» que se está extendiendo por todo el mundo.
El principio es calmado, una antesala de lo que está por llegar. Conocemos a varios personajes que viven en distintas zonas de nuestro globo terráqueo. Viajamos de Zaragoza a Irak y también nos movemos hasta Corea del Norte o incluso a Chile. Parecen historias que nada tienen que ver entre ellas: una abogada que tiene que compaginar su trabajo con la tarea de ser madre y esposa, una madre que tiene que refugiarse de la guerra junto a sus dos hijos, un hombre que huye de un pasado atormentado y se exilia a miles de kilómetros, una mujer que da a luz a escondidas en un régimen tan extremo que da miedo solo con pensarlo… Historias que en principio podrían no estar destinadas a cruzarse, si pensamos en la lejanía que hay entre unas y otras.
Y el hecho de que esas personas no se imaginaran a sí mismas en la piel de otra quizá esté enfatizado por esa lejanía de la que hablo. La lejanía es una buena excusa para pensar que la empatía que pueda existir entre ellas es algo superficial. Y supongo que esto es lógico, incluso podríamos decir que es un mecanismo de defensa de nuestro propio cerebro. Bastante tenemos con lo nuestro, ¿no? Ya hay demasiadas cosas dentro de nuestra cabeza. Cosas que reclaman energía por nuestra parte. Así que supongo que sería demasiado si encima tuviéramos que preocuparnos de los asuntos de los demás.
En el párrafo anterior he utilizado la palabra empatía. Y esa es la clave de toda esta historia. Precisamente esa capacidad de ponerse en la piel de otra persona es lo que adquiere protagonismo en esta trama, y lo hace a la fuerza. Porque una cosa es sentir pena por lo que vemos en la tele, y otra cosa bien distinta es tener ese sentimiento dentro de la propia piel, en las entrañas, sin posibilidad de apagar la tele y seguir con la vida como estaba. ¿Recordáis lo que decía de la rutina, de lo agradecida que estoy yo por tener un patrón que seguir y así no tener que pensar en nada más que en lo que voy a hacer ese día? De eso trata esta historia. Imagina que te levantas y tu mente ya no solo es tu mente. ¿Podrías vivir tranquilo sintiendo lo que siente una madre que protege a sus hijos en mitad de una guerra? ¿Podrías irte a trabajar sin más sabiendo lo que se sufre cuando tu pareja ha muerto? ¿Podrías cerrar los ojos y hacer como si nada de esto hubiera ocurrido? Sí… Yo también sé la respuesta.
Eva Tejero Cebrián hace una gran labor en este libro. No solo le ha dado una vuelta al género de la ciencia ficción, sino que ha utilizado temas muy actuales y muy dolorosos para llevarla casi al ámbito filosófico. Y digo esto porque es inevitable que el lector piense mientras lee. Parece una tontería decir esto, podría tacharse incluso de falacia. Toda lectura requiere una reflexión, podréis pensar. Pero lo cierto es que no. Mucha gente lee precisamente para lo contrario: para no tener que hacerlo. Como el que consume una película de sobremesa. Sin embargo, el fin que persigue la autora de Mirando a un cielo silencioso es otro bien distinto: quiere que el lector piense, que sienta lo que sienten sus personajes, que sufra a la vez que ellos, que se enganche a sus historias —por supuesto—, que se quede hasta el final para saber cómo acabará todo y, sobre todo, que cuando vuelva a encender la tele, se le remueva dentro algo más que un mero sentimiento de tristeza por lo que sus ojos están viendo.
Y creo que lo consigue, y por eso no me extraña que haya quedado finalista del Premio Planeta en el año 2018, porque es un libro distinto y muy original, narrado con esmero y dedicación y que propone un tema actual y lo convierte en una novela ágil, que engancha y cuyo ritmo rápido hace que el lector quiera seguir sintiendo lo que esos protagonistas sienten. Aunque duela.