Me cuento entre los que consideran a George Saunders uno de los mejores escritores americanos de relatos, quizás el mejor de entre los vivos. Su originalidad deja en la cuneta a esas voces pretenciosas que encuentran en la elipsis un expediente de trascendencia y en los diálogos sincopados una forma de modernidad. Pero a pesar de su empeño innovador no lo catalogaría como escritor experimental, por lo que de inaccesible o exigente para el lector puede sugerir esa etiqueta. Y es que pocas lecturas que se adentren en terrenos tan poco familiares resultan tan fluidas.
Los tintes sombríos que podrían oscurecer alguna de sus historias quedan difuminados por el ácido sentido del humor de Saunders que convierte a unos personajes ególatras, solitarios o desesperados en caricaturas humanamente grotescas y, a sus textos, en tremendamente divertidos. En algunos de ellos encontramos ciertos elementos distópicos que explicitan la forma en que la sociedad de mercado, en su incontenible voracidad, puede hacer uso de sus miembros como mercancía. Es lo que les pasa a las Chicas Sémplica resignadas a ser objetos ornamentales, según se nos cuenta en la excelente colección ‘Diez de diciembre’. En otros, es la sociedad del espectáculo la que continúa convirtiendo al espectador-consumidor en una criatura tan celosa de sus derechos como inmadura. Así, en el Parque Temático de ‘Pastoralia’, del libro homónimo, serán los empleados de una de las atracciones los que tengan que sufrir al público mientras lidian con el responsable de Recursos Humanos.
El salto a la novela que supone ‘Lincoln en el Bardo’, Premio Booker 2017, no significa una ruptura con estos planteamientos, sino otra forma de abordar el relato de las miserias y grandezas humanas. En la tradición budista bardo es un periodo de transición entre dos estados del alma. De hecho, tras el instante de la muerte y según el Libro Tibetano de los Muertos, esta puede pasar por tres bardos distintos mientras se libera entrando en el reino de los dioses o renace en otro cuerpo. En ese tiempo intermedio la conciencia despierta puede verse acosada por deidades tramposas o iracundas, atravesar obstáculos e interactuar con otras almas o, finalmente, ser juzgada por el Señor de la Muerte.
Y en ese territorio se adentra el espíritu de Willie Lincoln, el hijo recién fallecido del presidente, donde ya se mueve, discute, se divierte y sufre todo un ejército heterogéneo de fantasmas. Tres de ellos se fijarán especialmente en el chico, el de un homosexual suicida, el de un impresor al que el peso de una viga impidió consumar sus nupcias, y el de un anciano reverendo sorprendido en el momento final. Los tres intentarán proteger al espectro del muchacho de once años de los graves peligros que le acechan.
Saunders, con su magnífico oído para imitar voces, hace hablar a unos muertos que han quedado atrapados un sus gestos y discursos de la otra vida, conscientes de que ya todo ha quedado fijado y nada tiene arreglo. Nos llega así la jactancia y el desprecio de un capitán esclavista, el hartazgo de la mujer de un petimetre que la ridiculiza en su condición de mujer, las quejas de unos padres alcoholizados por no recibir de sus hijos las atenciones que les negaron a estos en vida, o el mudo silencio de una joven violada junto al grito indignado de los marginados.
Por la parte de los vivos conocemos las impresiones del guarda del cementerio al que acude el presidente para visitar a su hijo, y las sombrías reflexiones de un padre que, ahora, comprende el dolor de aquellos otros que están perdiendo a los suyos en una terrible guerra de la que se siente responsable.
El texto, que carece de narrador, se estructura fundamentalmente en base a las declaraciones de los fantasmas, que también incluyen los pensamientos de los vivos a cuyas mentes pueden acceder. Además, se intercalan noticias de prensa que dan cuenta, a veces de manera contradictoria, de diversos aspectos de la vida de Lincoln.
A pesar de estos ejercicios formales, inocuos por otra parte, y al combinar lo sobrecogedor con lo amable, ‘Lincoln en el Bardo’ parece un ingenioso cuento de fantasmas insertable en la rica tradición americana de lo macabro y lo gótico, la que va de Hawthorne a Halloween y de Poe a Tim Burton. El texto de Saunders, sin embargo, es más ambicioso y total: una representación del mundo de los vivos desde el lado de los muertos.
Rafael Martín