Sociedades invisibles de María Moreno
José de María Romero Barea
El que niega sus hábitos no debería escribir su autobiografía. Y, sin embargo, la despiadada revelación que conlleva el género memorialista prefigura dulces momentos de lectura. A primera vista, la narración transcurre sin incidentes: “Mi padre bebía para liquidarse, como yo (…) para perder la conciencia, calmando así cualquier angustia, mucho y rápido con su boca insaciable (…) Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre”. Bebe (vive) la protagonista (y el lector, el tiempo que permanece junto a ella) en un limbo desasosegante. Sus días se desarrollan a través de una serie de lúgubres claudicaciones y tareas repetitivas: “Por entonces sucumbía a visiones autoescópicas. Mi conciencia machacaba ese lugar del cuerpo en que se alojaba un dolor extremo (…) una formación benigna con la insistencia de una cabellera que crece”. La vemos debatirse en la oscuridad, escuchando su propia voz, enfrentándose a la incertidumbre y la aprensión, esperando una redención que nunca llega.
Cada capítulo está lleno de observaciones que, en su absoluto desprecio por la corrección, política o no, la inclusión social o la falsa compasión, son tan contundentes y edificantes como un buen trago. Se enfrentan la autora o su alter ego a una existencia mecánica, sometida a la adicción, dura en su inhumanidad: “Mientras duró mi enfermedad esa fue su ventaja: concentrar toda mi atención liberándome de toda angustia, doler en un mismo lugar y anestesiar todo el resto como si en todo ese tiempo yo no hubiera tenido corazón”. Los flashbacks rellenan los huecos, revelan los eventos trágicos, a fuerza de mundanos, que la han llevado hasta donde se encuentra: “Bañarme todos los días, cambiarme de ropa, separar el día de la noche con un camisón, coincidieron con el ocaso activo de mi cuerpo, la desaparición de mis cuerpos amigos y la reclusión en la decencia laboral”. Exiliada en su propia tierra, su realidad coexiste con una fantasmagoría de la que sólo puede escapar a través de la ebriedad.
La bebida supone así una feroz rutina de consuelo social. Se encuentran en esa isla paralela la mujer y la alcohólica, cuyas idas y venidas se ven interrumpidas por las nubes del recuerdo y las tinieblas de la cotidianeidad: “Hacer eses no es fallar. Es el equilibrio con que un volumen intoxicado reemplaza la línea recta”. Siempre al acecho de excusas que reutilizar, construimos su existencia a partir de desechos: “El alcohol es una patria. Por eso no se la pierde. Sólo que se puede estar exilado de ella”. En un momento dado, se pregunta nuestra heroína si no será demasiado tarde para irse a vivir a las tradiciones amenazadas. Su lucha por sobrevivir en este mundo místico se ve amenazada de continuo por el detritus del presente.
Enfermedad, insomnio, miseria, violencia, tristeza de ser una misma o de abrirse a los demás, engendran una elegancia bohemia que desafía a nuestra comunidad deshumanizada, impelida a reevaluar su propia existencia, crudamente representada a través de sus (d)efectos perniciosos: “No hay revolucionarios de café ni revolucionarios sin café, ni café que no sea metáfora del alcohol. Y yo nunca bebí sin profundizar sobre esta teoría ni sentir que estaba obligada a hacer la revolución”. ¿Por qué bebe un escritor? Por lo mismo que escribe: para matar el aburrimiento, la soledad, por hábito, hedonismo, o falta de confianza en sí mismo; como alivio del estrés o atajo para la euforia; para enterrar el pasado, borrar el presente o escapar del futuro: “¿Estoy reduciendo la escena a escena de celos? (…) Se dice que el alcohol hace ver doble. Pero lo que se ve no duplica: invita con la mirada a otro”.
Cuando no parece haber esperanza, se suceden insospechados momentos de ternura: imágenes de la infancia, retratos idealizados que la protagonista llena de defectos, inseguridades y secretos, indignidades y descubrimientos, problemas y elecciones: “La probabilidad de una separación irreversible, luego de relaciones capaces de adquirir gran intensidad, como si fuera la muerte y no la distancia la que generara esa separación, fortalece las asociaciones fúnebres”. Mora el alter ego de María Moreno en sucesivas sociedades invisibles, pero no las condesciende. Su rudeza inimitable muestra una voz cálida, vulnerable, absolutamente sincera.
Un escritor no necesita que nadie lo invite a contar su historia. Al alcohólico nunca le faltan justificaciones para su adicción. Evoca la periodista y crítica argentina la imagen de un mundo en gran parte indiferente, donde el tiempo se expande o contrae a voluntad. La ficción es el género predilecto del dipsómano, acostumbrado, como está, a autoengañarse. Lo que se construye en Blackout (Penguin Random House, 2017. Premio de la Crítica al mejor libro argentino de 2016) va más allá de la mera trama: supone un estudio despiadado de la necesidad o la memoria. Su originalidad no sólo reside en los detalles, en la singularidad de la voz o el estilo, sino también en la fuerza y el significado de lo que cuenta. Se contemplan las enormes acumulaciones de desechos de nuestra existencia, el infierno que entre todos vamos creando. Nos invita a mirar ago para reevaluar el coste de avanzar. Nos desafía a ver qué o a quién hemos dejado ago.
Sevilla 2018
1 comentario en «Reseña de Blackout de María Moreno»
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