“Oh Dios –se lee en ‘Hamlet’- podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio… de no ser porque tengo malos sueños”.
Con ese epígrafe “se abre” la última novela del británico Ian McEwan, quien a partir de dicha cáscara de nuez, y de la historia del heredero enloquecido que escucha y conoce lo que no debe saber, escribe, más bien reescribe, su propia versión de la tragedia del Príncipe de Dinamarca. La curiosidad, la audacia, el juego literario que propone, es que la historia la narre un nonato, un feto próximo a nacer (“así que aquí estoy, cabeza abajo dentro de una mujer”), que por milagro de la naturaleza comprende cuanto ocurre. Y lo que ocurre de manera central es que madre y amante conspiran, en un Londres contemporáneo, próximo al Brexit, temeroso del atentado terrorista, sumergido en el hipercapitalismo de nuestros días, para matar al padre y heredar el Reino…
Un Reino, eso sí, inserto en la trivialidad del mundo líquido de Bauman y que se desarrolla en los no lugares de Augé, vale decir un mundo descentrado, escéptico, que se ha “bajado” de cualquier concepción ética, al que sólo le interesa el placer inmediato y apoderarse del dinero ajeno, cuanto más mejor, aunque en este caso el rey, también devaluado, sea apenas un editor de poesía que quiere reconquistar a su mujer embarazada y el “reino” una casona que tiene el delirante precio de siete millones de libras en un Londres de precios alocados, tanto que casi resultan increíbles.
Gertrudis ha devenido en Trudy y Claudio es Claude, un primitivo, erótico e indiferente agente inmobiliario, hermano del “rey”, que no vacila en cometer fraticidio para heredar y vender y cuyas miras no van más allá de satisfacer sus deseos de macho en forma inmediata y sin tomar en demasiada consideración el hecho de que Trudy se encuentra muy próxima al parto.
Tampoco Gertrudis-Trudy es presentada como un personaje delicado. Por el contrario, bebe, fornica a pesar de su estado, planifica la muerte de su esposo y al parecer, es lo que teme el feto, no tiene como proyecto hacerse cargo del niño cuando nazca. Quizás lo entregue a alguien, quizás termine matándolo, ¿por qué no?
Ya se habló de la vulgaridad de Claudio-Claude. Quien más “se salva”, si así puede decirse es el rey-poeta, un hombre que no es bueno en lo suyo pero que quiere ayudar a otros poetas en un mundo de tanta indiferencia, de tanta crueldad cotidiana.
La novela fue escrita desde la doble perspectiva de la rabia y la impotencia que al autor le produce cuanto ocurre: “La sensación generalizada es de impotencia porque no podemos influir en los acontecimientos que observamos”. Es lo que le pasa al feto-narrador, que ve los avances de los asesinos in potentia ante los cuales nada puede hacer. Al menos, en teoría.
La comedia, la ironía. Por supuesto, lo que narra McEwan es un drama, pero rebajando sus intenciones, o más bien ubicándose desde una diversa perspectiva, en vez de acentuar los tonos oscuros de la historia opta por el tono si no totalmente cómico al menos sí irónico. Se niega, en cambio, a suavizar los perfiles sombríos de los asesinos y así Trudy es mostrada como una joven (de 28 años) apática, frívola, adicta al alcohol (que tanto perturba al feto) predispuesta al sexo y también predispuesta al crimen: “Lo quiero muerto. Y tiene que ser mañana”.
De Claude, hombre práctico de negocios, no se puede extraer nada bueno. El feto ama a su madre pero siente un rechazo frontal por su tío, nada menos que el amante de su progenitora a quien más detesta cuando penetra en ella y parece siempre a punto de rozarlo: “Cierro los ojos, aprieto las encías, me agarro a las paredes uterinas. Estas turbulencias arrancarían las alas de un Boeing”.
En cuanto a por qué el nonato “sabe”, el narrador nos aclara que eso se debe a que absorbe todo el tiempo las noticias que la madre escucha por la BBC radial y por lo que lee en voz alta de los diarios. Es, pues, un ser informado, así como al escuchar las conversaciones francas, promiscuas y potencialmente criminales de madre y amante, comprende que preparan el asesinato del padre, a quien también ama, a pesar de tener un comportamiento distante y en verdad no preocuparse por el niño que está por nacer.
“El aire está muy cargado en el Reino Unido y da mal olor”, dice hoy el casi septuagenario McEwan. ¿Habrá que tomar entonces esta historia que nos narra, cargada de un horror moderado por la ironía, como alegoría de un instante histórico en el que parece que la vida es, en efecto, el sonido y la furia producido por un idiota?
Este libro ambiguo, simbólico, escrito con verdadera maestría (y que tiene un gran final, imposible de explicitar acá) suscita esa clase de preguntas y estará en cada lector encontrar su respuesta.