‘Un jardín en Brujas’ no es una entrega más de ese perseverante género que, con sólidos antecedentes, hace de la añoranza por el tiempo perdido de la infancia el resorte con el que lanzarse a hacer balance del tiempo ya vivido. Se trata más bien del perfecto relato de unos recuerdos encerrados en el mágico mundo de los veranos de la niñez, narrados con un estilo cuya elegancia y ritmo ha sabido transmitir la traducción de Vanesa García Cazorla. Es el poder evocador de un texto iluminado por la claridad del lenguaje lo que hace de la obra de Charles Bertin un libro excepcional.
Publicada en 1996, el anciano Bertin de setenta y siete años es capaz de invocar con insólita frescura el asombro y la felicidad del niño que, en los veranos con su abuela Thérèse-Augustine, absorbía el mundo con el provecho que solo la avidez de su edad y el magisterio de su ascendiente podían proporcionarle. Sin embargo, serán necesarias toda la voluntad y entrega de aquella para superar sus propias carencias.
Porque la infancia de esa abuela se vio marcada por la atávica costumbre rural de permitir solo a los hijos varones la promoción mediante el estudio, reservando a las hijas las labores domésticas y faenas cotidianas más gravosas. Por eso será casi simultáneo el aprendizaje que, mediante un Pequeño Larousse y alguna guía de la ciudad, llevan a efecto abuela y nieto. En ese diccionario se extasiarán admirando las reproducciones de cuadros históricos cuyas interpretaciones se les escapan, y con la guía recorrerán el casco antiguo de la ciudad mientras Thérèse-Augustine ilustra al joven Charles.
Compartidas serán también las lecturas que frente al jardín realicen ambos y que les llevarán, inspirados por Julio Verne, a buscar ese rayo verde que debería deslumbrarlos en el momento justo del ocaso, y que creyeron ver al resguardo de las dunas y de sus ingenuas certezas: un ejemplo del poder de la imaginación aliada con el deseo, los dos componentes del incansable motor que anima tanto la vida del niño como la de la anciana, y que Bertin quiere situar en el centro de su relato.
No faltan tampoco las escapadas al desván atiborrado de tesoros y secretos, ni las dramatizaciones solitarias de aventuras novelescas en el tupido jardín. O la visita, exquisitamente narrada, de la excursión a una playa en las cercanías de Ostende con las casetas de franjas coloreadas, las cometas al vuelo y el sonido lejano de los juegos infantiles: “A despecho de la lejanía, aquel embriagador y feliz rumor, tan característico de las vacaciones al borde del mar, llegaba hasta nosotros a bocanadas merced a los movimientos de la brisa”
Y en esta aproximación francófona a la flamenca Brujas, las calles, plazas y edificios no solo sirven de decorado sino que, en manos del autor, se convierten por momentos en protagonistas cuando los rayos del sol, que se cuelan entre los nubarrones de una inminente tormenta confieren vida a los escalonados hastiales o al empedrado de las calles. Aunque donde Bertin triunfa, sobre todo, es en transmitir al lector, con un tono siempre amable y un humor sutil, la exaltación del niño que fue, que todos fuimos, matizada al cabo por “esa forma dulcificada y civilizada de la desesperanza que se llama «nostalgia»”.