Nunca son excesivas las alarmas ante la presencia cierta de un enemigo persistente. Y pocos son más peligrosos para una sociedad que se pretende democrática que la manipulación de la información y la contaminación de la verdad por parte del poder y de sus servidores agradecidos. Umberto Eco ya dedicó su anterior novela, ‘El cementerio de Praga’, a ilustrarnos sobre tergiversaciones históricas y propagación de bulos a lo largo del siglo XIX, relacionándolas con las peripecias de su protagonista, creador de documentos falsos por encargo. En ‘Número cero’, especie de apéndice de aquel texto, ese trabajo de intoxicación corresponde a un grupo de periodistas, y la época revisada es ahora la segunda mitad del siglo XX, en la que Eco vuelve a encontrar la misma mezcla de contubernios delirantes y complots siniestros.
Para insistir en el parentesco de ambas novelas, su autor usa de nuevo una doble tipografía con la que delimitar el presente de su protagonista, acosado y escondido, del relato de las circunstancias que le llevaron a tal situación. Así sabremos que, tras haber ejercido como traductor de alemán, lector de manuscritos en una editorial y “negro” de un escritor de novelas policíacas, Colonna es contratado para preparar junto a otros compañeros los números cero de un futuro diario. En realidad estos no serán más que el instrumento de los posibles chantajes con los que el ‘Commendatore’, ávido promotor y dueño de un naciente imperio de la comunicación, aspira a mejorar su posición en ese competitivo mundo.
Colonna, además, tendrá que encargarse discretamente de la composición de un libro de memorias en el que dejará constancia del proceso de elaboración del periódico. Firmado por su jefe directo y convenientemente adulterado debería asegurarle a este unos respetables beneficios. Quizás Eco, con esta innecesaria complicación argumental, quiera mostrar la compleja red de mentiras en la que se mueven sus personajes: la falsedad de la autoría del libro, la de su contenido y la de una publicación que no aspira a concretarse en el futuro; pero resulta a la postre tan irrelevante como las páginas destinadas a establecer el carácter indeciso de cierto redactor.
A partir de aquí, el texto parece por momentos un catálogo de técnicas de manipulación y malas prácticas periodísticas, para nada exclusivas de la prensa sensacionalista. Entre ellas se incluyen la confección de dosieres sobre personalidades conocidas, la desacreditación de algún juez demasiado incisivo, la insinuación sobre las tendencias sexuales de cierto personaje público, o la propagación de toda clase de rumores malintencionados.
Esa capacidad para la fabulación de los medios conduce a la desconfianza en toda información; la que siente uno de los reporteros cuando afirma que “vivimos en la mentira y, si sabes que te mienten, debes vivir instalado en la sospecha”. Será este, convencido de que Mussolini consiguió escapar de los aliados y mantenerse oculto, el que transmita a Colonna los resultados de su exhaustiva investigación. Eco vuelve a ridiculizar, así, las teorías conspiranoicas como ya hizo en ‘El péndulo de Foucault’ con los relatos esotéricos de Templarios y Griales.
Pero la historia rocambolesca del doble del Duce se completa con una pormenorizada descripción de la organización Gladio, franquicia italiana de toda una red de grupos de extrema derecha financiados por la CIA, cuyo objetivo era impedir el salto al poder de los comunistas en las democracias occidentales. Una información que en 1992, el año en que se desarrolla la acción de la novela, confirmaría un documental de la BBC.
Como en su obra anterior, la sorpresa de que tanto la historia que se nos cuenta como sus personajes son reales, es parte de la diversión. Como también lo es el repaso a las vergüenzas de la Italia actual (es fácil ponerle rostro al ‘Commendatore’), tan parecidas a las nuestras. Aunque a todo eso se impone la lúcida y desencantada conclusión que Eco nos transmite: la mentira y el disparate, por muy burdos que sean, acaban por ensombrecer la verdad, y el ciudadano de a pie, incapaz de asumir que la realidad se parezca a un guión delirante, termina, para beneficio de algunos, por meterlo todo en el mismo y negro saco.