La narradora estadounidense Amity Gaige se atreve en su tercera novela con un tema delicado: la lucha de los progenitores enfrentados por la custodia de los hijos. Escoge para ello el punto de vista de un padre abocado por sus torpezas a ser víctima de los abogados, de su ex cónyuge y de sí mismo; y enfrentado a la posibilidad de un régimen de visitas a todas luces insuficiente y restrictivo, consecuencia de sus propios errores. El mayor de ellos será marcharse con su hija de seis años desoyendo toda llamada a la prudencia y olvidando que, para justificar ciertas decisiones radicales, no es suficiente con apelar a las buenas intenciones del que las toma.
La narración se presenta como un texto que el protagonista, Eric Kennedy, escribe desde la cárcel a su ex mujer Laura, con el que, aconsejado por su abogado, pretende lavar su imagen ante un futuro tribunal. En él relata la salida con su padre de la Alemania Oriental cuando era niño y su difícil infancia en un barrio marginal a las afueras de Boston; los felices comienzos junto a Laura y su dedicación plena a la paternidad. Eric cree detectar en la diferencia de caracteres las causas del distanciamiento que finalmente conducirían a la separación y a la impulsiva transgresión de unas normas que, de forma definitiva, le estaban apartando de su hija.
A ratos ‘road movie’ a través de un inmenso paisaje de montañas y lagos; a ratos emocionante relato de huida y persecución; la autora le hace mantener a su narrador cierto irónico distanciamiento de los hechos que describe, consiguiendo desdramatizar una historia que fácilmente podría caer en el sentimentalismo, y permitiendo en el lector suavizar la condena sin paliativos que los acontecimientos suscitan. Ese tono no excluye, sin embargo, el dolor por la pérdida y el sentimiento de culpabilidad por no haber sabido conservar una relación en la que confiaba encontrar la estabilidad deseada.
Dos aportaciones suponen un logrado contrapunto a la linealidad de la trama, una dentro de esta y otra en su periferia. Por un lado, el protagonista se nos presenta escondido tras una identidad falsa construida, al comienzo de la adolescencia, para ocultar su origen alemán tras un famoso apellido de origen irlandés, y conseguir así los beneficios de ser considerado y sentirse americano. Una mentira en la estela de la que tuvo que sostener para salir de su país, pero contraria a la “integridad suicida” que, posteriormente, la ortodoxia católica de Laura llevaba a inculcar en sus alumnos.
Por otra parte, el locuaz Eric se dedica en su tiempo libre a escribir un tratado sobre el silencio, tanto el sugerente de un texto dramático como el que se asienta entre los miembros de una pareja y que tanto le preocupa. Desde que acabó sus estudios de Ciencias de la Comunicación, Eric se dedicó a investigar en el campo de la ‘Pausología’, recopilando “todos esos otros momentos – literarios, culturales, políticos – en que algo no se dijo o algo no se hizo. Vacilaciones, pausas, suspensiones, elipsis. Toda clase de inactividad”. Una tarea verdaderamente digna de Enrique Vila-Matas. Algunos de los resultados obtenidos se van comentando en un par de capítulos y en las notas, a veces generosas, que acompañan al texto; tratamiento que recuerda al que, en el ‘El tercer policía’, Flann O’Brien hacía de las teorías sobre la naturaleza de la oscuridad y la noche de su disparatado personaje de Selby.
Una novela, pues, conmovedora e inteligente, que cifra las causas de la desafección y la pérdida en la herencia de un pasado no resuelto y en la erosión de unas fuerzas inexorables. “Porque al final, las grandes fuerzas en conflicto de nuestra existencia no son la vida y la muerte (…), sino más bien el amor y el tiempo.”