Buenas noches Natanya. Así comienza el espectáculo de esta ciudad de provincias israelí, donde el cómico o monologuista Dóvaleh, solo piel y huesos, inicia su actuación. Viste unos pantalones remendados y una camisa mediocre, pero sus tirantes rojos y las enormes gafas de concha negra le distinguen. Entre los asistentes hay uno especial, un juez jubilado que había compartido con él su adolescencia y que ahora vive solo, resignado a la muerte de la mujer de su vida.
Quiero que vengas a mi espectáculo, me dijo por teléfono, después de haber conseguido penetrar en mi rebelde memoria y de que hubiéramos comentado juntos algunas anécdotas del pasado.
Lo único que tienes que hacer es estar allí alrededor de una hora y media, como mucho dos, según se me dé la velada… Lo principal es que me veas. Después si te apetece me llamas por teléfono y me dices lo que hayas visto. Dos o tres frases de esas que sabes decir, no te he escogido al azar.
El juez, famoso por sus sentencias bien pensadas y bien redactadas, accede y allí está sentado a una mesa del café-teatro donde Dóvaleh calienta el ambiente. Al poco rato la cosa no parece funcionar bien y el juez se cuestiona su presencia:
¿Qué hago yo aquí? ¿Qué obligación tengo para con alguien con el que fui a unas clases particulares hace más de cuarenta años? Le voy a conceder cinco minutos más.
Sin embargo poco a poco los recuerdos afloran y comienza a salir a flote la relación que mantuvieron y que él se empeñó en olvidar:
Casi siempre era él el que preguntaba y yo el que hablaba, esa era nuestra conversación. Tengo que darle la razón: lo borré de mi mente.
Al poco descubre parte de la verdad:
Durante prácticamente toda la primera hora de su actuación ha intentado comunicarme la enfermedad que padece, su aspecto cadavérico, la delgadez extrema, pero yo me he empeñado en ignorarla incluso cuando en otra parte de mi cerebro sabía que era una realidad.
Pero eso es solo en comienzo, pues Dóvaleh está decidido a desnudar su alma esa noche delante de todos los presentes, los que lo increpan por no contar chistes y los que intuyen que algo especial está a punto de ocurrir.
Dóvaleh comienza a hablar de su primer entierro:
No olvidéis que se trataba de mi primer entierro y que no sabía ni donde preguntar ni qué preguntar.
Con este arranque Grossman saca petróleo de una trama que mantiene la unidad de acción, de lugar y de tema. Más clásico imposible. El autor israelí demuestra su oficio al presentarnos con dos voces el combate psicológico del juez contra su amigo de la infancia y sus propios recuerdos. La narración en primera persona está intrincada dentro del monólogo de Dóvaleh, por lo que todo queda unido. Además al encerrarnos dentro de un garito con la gente riendo, llorando, gritando o marchándose nos traslada a los lectores las mismas posibilidades: reírnos con sus chistes -que son muchos y buenos-, llorar con su angustia o marcharnos cerrando el libro. Pero como los espectadores que se quedan sentados hasta el final, los lectores querremos saber todo lo que Dóvaleh tiene que decir sobre su vida. Y todo lo que el juez tendrá que replantearse sobre su actitud con él, y sobre cómo enfrentarse a la muerte de su amada.
Una obra tierna pero descarnada sobre lo cruel de la vida, la importancia del humor en la existencia y lo mucho o poco que podemos hacer por quienes se cruzan en nuestra vida. Una novela singular cosida con los hilos de la vida y el sufrimiento pero disfrazada de comedia, compuesta por los restos que la mayoría de los escritores desecharía.