Concerto Solli: pagos en vísceras
José de María Romero Barea
“Éramos ángeles heridos que ya no recordaban cómo era el rostro de Dios; yoes débiles y difusos; receptáculos vacíos hechos a la medida de una economía que necesitaba vender algo nuevo cada año, cada mes, cada día. No sabíamos nada y por eso corríamos de un lado para otro, guiados sólo por nuestros instintos, por impulsos cuya razón desconocíamos” (p. 468). La novela Concerto Solli, de Nacho Cuenca (Editorial Carpe Noctem, 2014) es la crónica de una crisis, no solo la de su protagonista, sino la de un país entero.
En el relato del poeta y periodista Alberto Gómez (Valladolid, 1984), asistimos al fluir de la conciencia de los personajes, su lucha por sobrevivir en un país hostil. Concerto Solli alterna momentos de lenguaje crudo y prosa poética: “… ella nunca hablaba de su pasado y, por contagio y también por obstinación – no quería perder esa batalla – yo tampoco hablaba del mío. Era como si no quisiéramos mencionar la brecha de tiempo en que no habíamos estado en contacto, como si hubiéramos de simular que aquella zanja que nos había separado jamás había existido. Pero existía, y caímos dentro” (págs. 108-9).
Sin dinero ni empleo, Nacho Cuenca depende de la bondad (o estupidez) de sus amigos, conocidos y desconocidos, para mantenerse a flote. Sus tres prioridades son la comida, Rebeca y la escritura. Su novela es un pre-texto para reconstruir no solo su vida sin la de Rebeca, Lucio y Sonia: “Rebeca, Rebeca, ¿por qué tuviste que volver a mi vida? ¿Por qué ahora que he desechado el miedo y me siento con fuerzas para afrontar una vida más difícil, pero más fecunda, tienes que estar tú aquí, tratando de retenerme con esos ojos y esa boca y ese desprecio?” (p. 165).
El sueño de la revolución y una sociedad más justa sigue siendo pertinente para Lucio, que se niega a ser pesimista. El protagonista de la segunda parte del libro aprende a utilizar su crisis personal, esa “bóveda de sombras que no permite crecer la esperanza, que no permite siquiera pensar o mencionar la esperanza” (p. 237), para desarmar a sus adversarios. El tono intimista se torna social. “La fábula de Lucio” es una denuncia de los efectos devastadores del capitalismo.
La revolución sigue siendo relevante como forma de entendimiento. Lucio la reivindica como un proceso, no como un evento. Lo que aprendemos de ella es la importancia de la organización: “Fue entonces, en medio de aquellas lágrimas y aquella lucidez que le espantaba cuando Lucio se prometió que al día siguiente, en cuanto amaneciera, cogería su dinero, pediría un poco más en préstamo a Mendieta y partiría hacia España, lejos de Xiomara, de su madre, del cacique y de aquella aldea a la que, en aquel momento, odiaba tanto como a sí mismo” (p. 274).
Para Sonia, la realidad se ha vuelto polémica. Ella se considera una víctima de la sociedad, no puede evitar sentir “asco hacia sí misma al darse cuenta de que por debajo de su rencor lo que fluía era la envidia hacia ellos, hacia el tipo de vida que llevaban y que ella no podía siquiera permitirse soñar” (p. 283). En “La fábula de Sonia”, asistimos a los juegos de una mujer preocupada por la naturaleza de la ficción.
Los pensamientos sombríos no están exentos de humor. Sonia puede ser desconcertante, pero nunca aburrida: “Al igual que había descubierto en las noches de alcohol y liberación un alimento que su cuerpo exigía desde sus primeras profundidades, el sexo se había manifestado también los últimos meses como un sustento cada vez más demandado por sus entrañas, que parecían hallar en las refriegas de sudor, piel y besos un consuelo adictivo, un segundo camino para conseguir aquello que Sonia no sabía que era, pero que su cuerpo reclamaba con ansia de cachorro hambriento” (p. 321).
En la penúltima sección, “Tras Rebeca”, volvemos al fraseo alucinado de Nacho, a sus divagaciones de poeta errante, de comida en comida, de bebida en bebida, de una aventura sexual a la siguiente: “Y ahora, calado por la lluvia, sentado en un sofá viejo de una casa sin nadie, me reprocho no haber comprendido a Rebeca. Y pienso también en Susana y me pregunto qué ha podido encontrar en mi carne cansado – qué en mis palabras, qué en mi vida –, que pueda atraerla hacia mí” (p. 403).
“Tras Rebeca” muestra el fluir de la conciencia del protagonista, su mezcla imposible de comentario social y desvarío autobiográfico, sus escenas sexuales que rozan la impudicia: “Calmo al niño triste y pobre que fui durante tantos años ofreciéndole mi presente: el cuerpo de Susana, su sonrisa consoladora, la casa del pueblo atestada de libros, el dinero en el banco, la confianza en un futuro que me hará viejo, pero me hallará luchando… le canto una nana para que duerma (…) y para que celebre conmigo este milagro de existir y estar contentos … aunque sea por unos días” (p. 428).
Por último, en “El final es el principio”, Nacho se convierte en alguien lleno de contradicciones. Puede ser amado y odiado al mismo tiempo. Abjura de todo excepto de su escritura. El lenguaje es crudo, los momentos trágicos se yuxtaponen a los cómicos, sobre todo en las visitas al pueblo natal, que el narrador adora y detesta: “Fue un error. En cuanto puse la maleta en el suelo de la casa familiar, regresó la oscuridad de los recuerdos. Casi pude ver a mi padre caminando por el pasillo, gritando, mientras mi padre se encerraba en el baño a llorar” (p. 571).
Nacho Cuenca se convierte en la quintaesencia del fracaso. El “concerto solli” del título alude al equilibrio perfecto entre solista y orquesta, o lo que es lo mismo, entre el protagonista y resto de los personajes, que actúan a modo de contrapunto. En la novela, la rabia creativa conduce a la visión artística: “Caminaba por las calles – las pocas veces que salía de casa de Daniela para ir a la mía y coger ropa – como un dibujo animado que ha descubierto el amor: con una sonrisa tonta y rodeado de corazones flotantes. Pero toda felicidad tiene un precio. No sólo en forma de grilletes (también llamados responsabilidades) sino en forma de facturas que exigen pagos en sangre, pagos en llanto, pagos en vísceras” (p. 600).
Alberto Gómez es autor de la novela Entre dioses y peones (Ediciones Amaniel, 2010) y del poemario Manual sobre cosas irreparables (Editorial Poesía eres tú, 2011). Lo que uno encuentra en Concerto Solli, además de sexo explícito y prosa experimental, es el espíritu generoso de un autor que ha escrito un libro que, de alguna manera, lo salva. Nos salva. Su deambular sin rumbo, inútil, sin metodología, es diario de una catástrofe, vademécum escrito con más corazón y vulnerabilidad que cualquier libro que haya leído últimamente. Concerto Solli es la prueba de que si uno no sabe adónde ir, la escritura puede darle la fuerza para seguir adelante, al menos hasta la siguiente línea.