Usar la literatura como instrumento de denuncia o agitación política no es algo nuevo ni puede resultar extraño. La urgencia de algunas situaciones puede, incluso, requerir el posicionamiento activo del escritor. Lo que pasa es que hay momentos de cierta calma social en los que la introspección, la búsqueda de respuestas a cuestiones universales, o la disección de la condición humana, se imponen a la hora de seleccionar el material narrativo. Para Belén Gopegui, sin embargo, toda ocasión es buena para cuestionar estructuras, condenar comportamientos o reivindicar soluciones; de forma que, con la que está cayendo, no podíamos sino esperar por su parte un texto de combate, un manual de defensa frente a un sistema depredador.
Aunque su autora procura que ‘El comité de la noche’ sea algo más que eso, o al menos que el envoltorio sea sugerente, para lo cual despliega una potente prosa poética con la que poder hurgar en el interior de sus personajes, a sabiendas de que “hay metáforas que sirven; a otras, en cambio, se las come la realidad”. Un lenguaje lírico, a veces oscuro por exceso de elipsis, que se transforma en épico para constatar que “hacer avanzar la historia no es un juego, no lo es vengar la pena de quien te dio la vida y las ofensas de aquellos y aquellas a quienes no conoces”; “porque vivir no puede ser solamente parapetarse esquivando los golpes bajos, esconderse y dormir en posición fetal”.
El texto se construye a partir de la noticia real que, hace un par de años, avisaba de las intenciones de una empresa farmacéutica de pagar a los parados por su sangre. Dos personajes femeninos encarnan las dos actitudes que Gopegui necesita para desarrollar su discurso. Álex es la militante convencida, madre en paro que regresa a casa de sus padres y entra en contacto con grupos de intervención en conflictos locales. Carla, joven sin empleo que emigra a Eslovaquia para trabajar en una farmacéutica especializada en hemoderivados, cargará con el dilema moral. Su integridad se pone a prueba cuando la intentan sobornar para que colabore en desacreditar al Centro de Transfusiones público, y conseguir así que se permita la compra de plasma por parte de la multinacional. La intervención de Álex como miembro, ahora, de una eficiente red internacional acabará poniendo en contacto a las dos mujeres.
Gopegui ha elegido un tema cuyo rechazo debería suscitar un amplio consenso, con el que quiere evidenciar la ausencia de límites para la voracidad del mercado y la consecuente pérdida de terreno para la acción altruista. De igual manera escoge un caso extremo para justificar las dudas de Carla, obligada a decantarse entre desenmascarar el fraude o proteger a la hermana de su pareja: una niña necesitada de un trasplante urgente. Unas decisiones, las de la autora, razonables desde un punto de vista didáctico pero que avocan a lo predecible desde el narrativo.
Para contrarrestar esa posible simplificación, Gopegui introduce un personaje al que Carla va dictando su experiencia: un individuo escéptico, que no cree en el esfuerzo colectivo, especialista en transcribir memorias, recuerdos y despedidas al dictado de sus clientes. La paulatina implicación de aquel con su interlocutora, lo convierte en representante, en la ficción, del escritor que no puede, ni debe, mantenerse insensible a las historias que maneja.
Así que, tras ‘Acceso no autorizado’, un thriller político más consistente, Gopegui viene a proponernos un canto a la movilización ciudadana como herramienta de lucha, a la utilidad de los pequeños avances y a la necesidad de salvar diferencias para aunar esfuerzos, en la confianza de que esta sea una de esas “historias que pasan por la piel como el filo suave de las uñas y la hacen despertar”.