Magnífica edición esta, donde se combina la excelente traducción del texto de Verne, con una amplísima gama de ilustraciones, unos grabados preciosos. Y no solo eso, sino que se añade un prólogo que es un verdadero ensayo breve sobre las geografías imaginarias y el universo de Verne. Escritor favorito de nuestra adolescencia, —al menos para las generaciones previas a los creadores de El Pequeño Vampiro o Harry Potter—, revisitamos sus novelas con verdadero placer siempre. Verne fue un estudioso de la ciencia y la tecnología de su época, lo que —unido a su gran imaginación y a su capacidad de anticipación lógica— le permitió adelantarse a su tiempo, describiendo muchos inventos que anticipó. Precursor de la ciencia ficción y de la moderna novela de aventuras, sus héroes siempre fueron hombres buenos, bien situados en la escala social, gente de buenos modales y de ideas bastante conservadoras.
Lo curioso es que Verne es un hombre que apenas viajó, sin embargo nos ha hecho viajar por todo el planeta con sus novelas, describiéndonos de modo casi enciclopédico los lugares que eran escenario de sus aventuras. La documentación de sus obras es erudita en extremo, incluso a veces excesiva para el gusto juvenil actual, acostumbrado a una literatura más light, pero en su época resultaba plenamente exitoso. Verne tiene novelas que son más bien libros de viajes novelados, como La casa de vapor, en el que unos viajeros recorren el norte de la India de parte a parte, o el Viaje por Inglaterra y Escocia, en el que recuerda uno de los pocos viajes que realizó personalmente; y en esta serie es donde se enmarca el presente volumen, Claudius Bombarnac, obra publicada en 1892.
El protagonista y narrador es un periodista que es enviado por su periódico, El Siglo XX, a recorrerse toda Asia de parte a parte, desde Bakú a Pekín en un imaginario tren Transasiático. Verne, por boca de Bombarnac, nos va describiendo el recorrido a la velocidad puntera (en su momento, el no va más eran 60 kms/hora) en algunos tramos, y en otros, menos llanos, a una media de 30 kms/hora. Cruzaban lugares donde los habitantes aún se desplazaban en dromedario, camello, caballo o burro. Seguían la tradicional Ruta de la Seda, aunque Verne no la cite apenas y no se acuerde de Marco Polo. Sin embargo, Verne resalta las novedades introducidas por los rusos en el trayecto. En realidad, lo que los rusos estaban haciendo en la época que Verne escribió esta novela, era construir el transiberiano, que, al fin y al cabo, unía el inmenso país de parte a parte.
El ferrocarril es una de las grandes novedades del siglo XIX que cambió por completo la concepción del tiempo, del paisaje y las comunicaciones entre pueblos. Se identificaba ferrocarril y progreso, y realmente lo era. Pensemos en la novedad que nos supone el tren de alta velocidad actualmente, pues para los viajeros decimonónicos, desplazarse a la velocidad de sesenta kms/h era toda una heroicidad. Fernando de Lesseps en 1870 parece que proyectó algo semejante al trazado que desarrolla Verne. Pero la construcción de tamaña obra quedó como imposible, mientras que la ficción ocupa fácilmente el lugar de la realidad. De hecho, el recorrido que Verne describe no ha sido aun hecho realidad más que en parte (la parte china).
El verdadero héroe de la novela de Verne es, como bien dice Martínez de Pisón en el prólogo, la propia geografía. “Toda tierra incógnita es, mientras dure, fértil para la ficción”, nos dice el prologuista, con sabias palabras. Verne aprovechó tanto los descubrimientos como sus ausencias, siguiendo el lema de Stevenson cuando afirmaba que “no hay mejor materia para un sueño que un mapa”. Recorría los mapas imaginando sus historias. Y cuando faltaban datos, los suplía con su imaginación.
En suma, la novela no solo nos proporciona un delicioso y exótico viaje en compañía de personajes variopintos (franceses, rusos, chinos, mongoles, norteamericanos, alemanes e ingleses…incluso rumanos) presentados con fino humor e ironía donde se trasluce la proclividad de Verne hacia unos u otros en ese momento, sino unas descripciones de las inmensas extensiones asiáticas, desiertos, valles, montañas, ciudades y aldeas. La transición de lo que considera como la civilización occidental, el progreso moderno, a la oriental, o mundo aún sumido en la antigüedad y arcaicas costumbres. Es curioso que sea precisamente Rusia, los rusos, lo que Verne ponga como modelo de occidentales, cuando en el siglo XIX, desde el resto de Europa, Rusia siempre era contemplada como oriental, atrasada y decadente. La aristocracia rusa imitaba las modas, el idioma y las ideas francesas…a pesar de Napoleón. Y a Verne, sin embargo, los rusos le caen bastante bien…a pesar de Crimea.
Durante el imaginario recorrido de Bombarnac ocurrirán toda una serie de aventuras y conforme nos acercamos al final la tensión se incrementará y sucederán insospechadas situaciones. Manteniendo siempre el tono viajero, Verne siempre entretiene e ilustra.
En suma, tanto el interesante prólogo como la novela y las ilustraciones, constituyen un conjunto altamente recomendable.