Henry René Albert Guy de Maupassant (Dieppe, 1850-París, 1893) fue escritor, novelista y articulista francés, cuya mayor producción la dedicó al relato corto o cuento: algo más de trescientos relatos y cinco novelas. Frecuentador de salones y codeándose con la nobleza, protegido de Flaubert, moviéndose en un mundo proustiano, -de hecho fue amigo de Marcel Proust, Anatone France, Paul Claudel, Jean Cocteau, François Mauriac, André Gide, Picasso…- sin embargo no lo reproduce en sus escritos, o más bien, sólo reproduce la parte más mórbida de él. Su interés más bien recae en historias sórdidas leídas en la prensa, escuchadas en tabernas o cafés, o historias campestres, recogidas de viajes por su Normandía natal.
Misógino schopenhaueriano, Maupassant vivió rodeado de mujeres. Sin embargo, dijo de ellas, en una carta a Gisèle d’Estoc: “¡Mujeres! Prefiero sanguijuelas. Decididamente me parecen muy monótonos los órganos de placer, esos agujeros sucios cuya verdadera función consiste en llenar las letrinas y asfixiar las fosas nasales. La idea de desnudarme para hacer ese pequeño movimiento ridículo me aflige y me hace bostezar de aburrimiento de antemano.”(pág. 15), lo que no le impidió pasar de una relación a otra, en una especie de vorágine transgresora, asegurando que no siente amor, sino que lo finge. Maestro del engaño, este es un tema repetitivo en sus relatos, en los que de un modo u otro las relaciones amorosas tienen siempre ese contrapunto. Abanderado del sexo extramarital, pagado o gratis – finales del siglo XIX– lo cuenta sin ambages y lo que ahora nos puede parecer natural o incluso un punto picante, en su momento fue francamente escandaloso y libertino, hasta el punto de que varias de sus publicaciones fueron censuradas o prohibidas algún tiempo. Hasta su temprana muerte –a los cuarenta y dos años, de una sífilis galopante- Maupassant posiblemente tuviera unas doscientas amantes. Ningún amor reconoció haber sentido de verdad, pero tuvo tres hijos –de los que se ocupaba tiernamente, al parecer- con una aguadora de Châtelguyon, Josephine Litzelmann, con la que mantuvo una intermitente pero prolongada relación.
Maupassant ha sido llevado a la gran pantalla muchas veces. Sus relatos han dado pie a múltiples películas. Si tuviera que destacar alguna, sería Le plaisir, deliciosa versión, al pie de la letra, que hace Max Ophüls de La casa Tellier. Es éste uno de los más logrados relatos de la presente antología. Esa reunión de ingenuidad campesina y vulgaridad parisina, relatando la visita que una madame de burdel y sus cinco cocottes hacen al campo, para asistir a la primera comunión de su sobrina, llega a momentos de verdadera tensión emocional, en la que la sutileza del lenguaje y el finísimo humor de Maupassant impiden entrar en terreno demasiado escabroso, bordeándolo con una gracia y un humor finísimos.
La Historia de una moza de granja o Los zuecos, son cuentos de Cenicientas sin príncipe azul, Marroca y Un día de campo hacer brotar chispas de deseo encendido, En familia domina un humor negro casi español; en Junto al lecho una mujer que, despechada por los abandonos de su esposo, provoca de nuevo su deseo y le hace pagar por su satisfacción (fue llevada al cine en un sketch de Visconti en Bocaccio 70). El señor Yocasta trata, obviamente, del incesto, abordándolo de un modo absolutamente inocente. El sustituto es una divertida historieta de sexo maduro; Astucia, un relato de traición y de mentiras; La Loca, un cuento amargo; Mi mujer, o cómo puede un hombre encontrarse casado sin pensarlo. Las joyas, curiosa historia de un feliz engaño.
Maupassant publicaba estos relatos en revistas literarias como Gil Blas, Le Gaulois, Le Figaro, a veces con pseudónimo (usó varios: Valmont, Maufrigneuse, Prunier). Maneja el lenguaje divinamente, -no en balde tuvo como maestro a Flaubert– y la traducción es espléndida; nos produce un verdadero placer leer las descripciones, tanto de los paisajes campestres, o los jardines floridos, como los interiores humanos, y en algunos casos, de la pasión encendida y ardiente. Para ser un hombre que aseguró no haber sentido el amor, ciertamente supo describir perfectamente el enamoramiento. Ante la difícil tarea –por su extensión- de referirnos a tantos relatos, nos contentaremos con esta idea general y una encarecida recomendación de su lectura.
Ariodante
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