Pero, al igual que Florence Green en “La librería”, Frank hará frente a la situación a base de determinación y coraje, virtud esta, según uno de sus personajes, admirable en el ser humano y “que comparte con los dioses y con los animales”, y de la que tuvo que hacer gala la propia Fitzgerald para afrontar sus problemas económicos y personales. Aunque Frank, como si de un guión de Hollywood se tratara, tendrá la estimulante ayuda de la institutriz contratada para suplir a Nellie.
Y este sencillo y cinematográfico argumento, se enriquece con las visiones de una Rusia empobrecida y sometida por un poder autocrático con la inestimable ayuda de la omnipresente religión, que, como opina Albert, el padre de Frank y fundador de la imprenta: “es mucho más útil para las mujeres que para los hombres, ya que conduce a la resignación con lo que a cada uno le ha tocado en suerte”.
Enriquecedores son también los personajes: el despreocupado comerciante Kuriatin, la señora Graham, salvaguarda de las convenciones sociales y la moral británicas, el cuñado Charlie, los hijos de la familia Reid, pero sobre todos ellos, el impagable idealista tolstoiano Selwyn Crane, ayudante de Frank, cuyo misticismo es expresión de las fuerzas primigenias que emanan de la madre tierra rusa, fuerzas y espiritualidad que intenta reflejar en los poemas de su libro “Los pensamientos del abedul”, objeto de los esfuerzos impresores de los dos amigos.
Hilarante o profunda por momentos, con sorprendentes golpes de efecto, es, sobre todo, una novela luminosa y refrescante, como lo es la ceremonia, cargada de significado y de esperanzas de futuro, de la apertura de ventanas en la casa familiar, que “se había mantenido sorda, vuelta hacia adentro, escuchándose sólo a sí misma, durante todo el invierno”, y que ahora se abre al inicio de una nueva y prometedora primavera.
Rafael Martín
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