En algunos artículos, como por ejemplo, Ruta Callejera, la traducción es francamente mejorable; nos produce un franco malestar, a pesar de que el contenido del texto es precioso: un paseo por Londres, “la Ciudad” como dicen los ingleses, con la simple excusa de comprar un lápiz, y las divagaciones que se disparan en la mente de Virginia en su deambular vespertino o nocturno.
Hablar hoy de Virginia Woolf es, en cierto modo, repetirse. Porque son tan abundantes los textos sobre ella que nos resulta reiterativo. Pero siempre podemos seguir hablando o escribiendo sobre su obra, y las ideas que nos brinda, porque su extensión y prolijidad nos dan pie a ello, y porque, como la Woolf dice en uno de los textos, Destreza, el poder evocador es una de las cualidades más misteriosas de las palabras. Las palabras no son útiles. Pero tienen poder para decir la verdad la verdad. No son útiles porque tienen muchos significados, y por tanto cuando se busca una utilidad estricta se suele recurrir a los signos, puesto que las imágenes son en este caso más explícitas. Pero sin embargo, pueden decir verdades: las palabras sobreviven a las vidas que las pronuncian o las escriben, y por tanto, pueden ser más verídicas.
Lo que me ha parecido más destacable de este conjunto variopinto de textos son sus reflexiones y acotaciones sobre la lectura, la escritura y la crítica literaria. En El arte de la biografía, por ejemplo, aborda la cuestión de la difusa frontera entre historia y literatura, explicándonos que el biógrafo ha de atenerse a un guión fijo -la vida del biografiado-, mientras que el novelista goza de una libertad mucho más amplia. Analiza el caso de Lytton Strachey, escritor y amigo personal, miembro destacado del Grupo de Bloomsbury, cuya biografía La Reina Victoria le encumbró y sin embargo, su obra Elisabeth y Essex, al ser más literaria y dejar volar más la imaginación, fracasa –siempre según Virginia- como biografía. Entre los textos seleccionados se pueden encontrar breves semblanzas biográficas sobre el Capitán Marryat, Beau Brummel, Madame de Sevigné, o Mr. Cowper, en los que Virginia se desliza por esas vidas revoloteando, destacando un detalle o una frase, una actitud o un aspecto de la vida elegida.
Otro de los más atractivos artículos es ¿Cómo se debería leer un libro?, en el que nos lleva a la cuestión de la complejidad de la lectura, a la importancia de leer un buen libro, y resalta una doble actitud ante ello: en primer lugar. abrir muy bien la mente a la multitud de impresiones que nos abordan desde las páginas del libro. Y después, juzgar y comparar. ¿Comparar con quién? –diríamos. Con los clásicos, obviamente, responde Virginia. Leer una novela es, en suma, algo que no hacemos para conseguir algo, con una finalidad: la finalidad de la lectura está en sí misma, en su disfrute. Disfrutar leyendo. ¿Cómo podría ser de otro modo?
En Qué impresión causa a un contemporáneo, Virginia remarca la dificultad que tenemos para discernir la calidad literaria de los autores contemporáneos. Y cómo de una misma obra los críticos pueden llegas a posiciones completamente contradictorias. El factor tiempo es un arma que nos ayudará en la decisión, pero sólo sirve para los autores del pasado. El presente nos deja, a veces, perplejos. “La tormenta y las lluvias torrenciales están en la superficie: la continuidad y la calma, en las profundidades”, nos dice. Sin embargo, es inevitable que la literatura contemporánea, por su frescura, vivacidad, por su choque contra las tradiciones, nos atraiga enormemente. “Es como un pariente a quien laceramos y desairamos cada día, pero al fin y al cabo no podemos vivir sin él”.
En suma, una obra que por su variedad gustará a unos y a otros por abarcar un amplio abanico de temas y estilos: desde el cuento al relato biográfico y al ensayo literario y social, sobre la posición de las mujeres. Recomendable, pues, su lectura.
Ariodante